Obras Premiadas

Textos de las obras premiadas en el
II Certamen Literario Nacional del Taller Literario y Asociación Cultural “Espacio de la Palabra” – 2011

Obras Premiadas en el Género Poesía 


Primer Premio:  Susana Arminda Gómez- La Plata

ALLA LEJOS…LA LIBERTAD

Hemos llegado al fin, sin verlo ya podía oler el mar
la  brisa salada llenaba mi olfato,
con los ojos cerrados  podía reconocerla  con el sabor de la infancia. 
En mi memoria se dibujan  pequeñas huellas en la arena
jugando con las  olas traviesas envueltas en  gritos de espuma.  
Lejos, un delfín saltaba  pero no se acercaba,
¿nos tendría miedo o tal vez nos custodiaba?
Al atardecer,  con el mar ya calmo
nos sentábamos en la orilla a esperar el vuelo
rasante de las gaviotas buscando su diario sustento   
Sublime momento en el cual se hacía presente 
el aire virginal de la libertad …

Y ….ahora aquí, justo aquí me traen, acostada en esta dura hamaca de cuero,   
destino benévolo que me devuelve  a mi hogar.
Las  manos heridas prisioneras de sólidas cadenas 
encarnan  un símbolo de lastimosa esclavitud .
Como en una visión fantasmal alcanzo a ver algo blanco
en el horizonte  haciendo saltos de ballet ,  
¡es el delfín que no se acercaba,  pero jugaba!

Segundo Premio: Dionicio Antonio Gómez - Rosario

¡Libertad…!

Famélico, pero ufano
vaga el perro sin estrella,
no ostenta marca ni huella
como can de cortesano;
no lame bota ni mano
por el mísero mendrugo,
peregrino sin el yugo
que doblegue su altivez,
o lo instigue la avidez
lisonjera del verdugo.

¿Qué sabio descifra el llanto
de la avecilla enjaulada,
indefensa, aprisionada
en las garras del espanto…?
confunden lloro por canto
sin percibir su dolor,
si hasta cambia de color
y en su vuelo reprimido,
alza en su pico un quejido
de rebelde trovador…

Hoy, ya no existe el negrero;
pero hay otra esclavitud:
hombre ruines, sin virtud
que explotan al jornalero;
sin grillos, es prisionero
privado de la bonanza,
sólo encuentra en la alabanza
misericordia en ¨Jesús¨,
que lo alivia de su cruz
con un rayo de esperanza.

¡Germina desde el confín
la inmaculada semilla,
la que brotó en la ¨Bastilla¨
dándole al déspota el fin…!;
estridente cual clarín
que pregona la verdad,
su bandera es la igualdad
resicler de la mañana…
es la madre soberana
y se llama: ¡Libertad…!

Tercer Premio: María del Carmen Barrientos de Romero - Corrientes

 LA LIBERTAD
                                                            
Y aquí estoy, marcando la tilde en la pared rocosa sobre el sello de  todos los oprimidos. Aferrado al barrote de la distancia que me aleja cada vez más del  imponente murallón que me circunda.
Soslayando la ocasión propicia de limar los hierros enmohecidos y vencer la frívola mirada de tu cerco.

Y mi voz grita tu nombre y se llena de ruidos sin que penetren en tu imperturbable cerco de cal y arena, apelando una y otra vez en cada juicio tu nombre, tu nombre repetido como un eco: “¡LIBERTAD, LIBERTAD, LIBERTAD!”

Y me siento inmóvil de mis propios miedos.
Limitado hasta llegar a la absoluta solitariedad que me trastorna y aniquila.

Y así estoy, en este esfuerzo baldío de ver sobre tu alcázar una débil fisura, un quiebre, que vislumbre que puedo vencer tu manto de caliza y greda para alcanzar la LIBERTAD.

Estas son mis noches donde el proceso se hace amargo y ese sueño repetido casi al borde del delirio se agranda y me acorrala en el extraño temblor de lo prohibido, que me amarra en el silencio tórrido de la negra noche, buscando cruelmente derretir la rampa de tu  greda endurecida.

Transgredir tu indiferencia y franquear la roca cruzando el límite de lo  vedado al penitente, se llamaría LIBERTAD.  

No te acuso carcelero.
Sólo el verte me siento esposado y torturado y te digo: ¿Por qué me pegas?

La sentencia inexorable ha llegado. El tiempo de los tiempos no perdona.  Mi límite (finis) es irrevocable.   

Te miro.
Me despido, apretando como garfios mis dedos sobre todos los cerrojos de mi vida, sabiendo que fracasé en el intento de verte sellada por mis pasos en el cenáculo árido e inabordable de tu esquivo mineral.

Todo esto soy yo.
Ya me buscan. Carceleros de otros mundos celebran mi nombre.
Y en el viaje sin retorno descubriré mi LIBERTAD.
No llegué a la cumbre de tu roca. Me asgo. No a las leyes.
Sí, a esa lejana esperanza de encontrar la Verdad que me hará Libre.

Mención: Sandra Karina Dagostino - Ensenada

Descubrimiento
A través de la ventana
observo 
el mundo opresor.
Causa y efecto
de deseos enterrados.
En mi faz
 se refleja la tristeza
se hace eco
de esta esclavitud innecesaria.
A veces me pregunto
¿Qué es la libertad?
¿Porque la negamos?
¿Tanto miedo nos provoca?
Crisálida que espera ser libre
 desde adentro
 romper ese capullo que
aprisiona los temores.
Lava que fluye
            de un volcán dormido
que arrasa todo a su paso
            para llegar al mar.
Morir y nacer
como el fénix.
Porque sé
que en las cenizas
encontré la Libertad
                        en las palabras.

Obras Premiadas en el Género Narrativa

Primer Premio: Liliana Savoia - Rosario

Los del otro lado de la libertad

La tortura te deja indiferente, sin árboles, sin pájaros, amasado de dolor, pero sobre todas las cosas te inunda de odio, un odio intangible que se trepa a las paredes  y se arrastra hasta el otro cuerpo que tenés al lado tuyo, inalcanzable, tan inámine, casi sin aliento y vos querés, desde tu impotencia hacerlo reaccionar, decirle:

-         ¡Aguantá!, ¡sé fuerte! que no van a poder con nosotros.

Sin embargo son ellos, los otros, los que hablan y gritan palabras soeces, descarnadas dirigiéndose a nosotros. Ellos del otro lado, la otra orilla de la injusticia, los que nos han quitado, entre otras cosas, la libertad. Ellos, los otros, huelen a perfume y a sangre, a hembra y a bestia. En ese grupo subhumano que formaron hablan, se ríen y se burlan de la aventura de vivir estas experiencias siniestras con nuestra humanidad, como la cosa más natural del mundo, como un trabajo a puertas cerradas, eclipsados sólo con las súplicas de los que ya han quebrado su entereza y quieren hablar o morir.

Masacre de puño y sangre que se multiplica en miles de puntos enajenados desde cada cuerpo, cada llaga que dejamos contra la tierra los protagonistas de esta historia que nunca va a ser contada del todo, porque los que estamos aquí, por lo menos yo, estoy convencido que no aguantaré más de algunos días antes de que ellos, por furia, azar o placer, le pongan fin a este dolor.

Con estas heridas cada uno hace lo que puede, algunos sobrevivimos en el silencio, desde nuestros rituales, en plataformas que hemos construido en nuestras mentes para elevarnos como el humo espeso de algún cigarrillo. Algunos no pueden seguir y se dejan ir transparentes entre los brazos helados del último aliento.

Otros, quizá por un gran misterio vital, podrán volver a confiar, a vivir, a desear, amar en alguna medida o restablecer el potente vínculo fraternal con el mundo. De esos todavía no conozco a ninguno, lo dicho es sólo una suposición o un deseo atávico de ser yo uno de ellos, para poder seguir creyendo en la vida. Hasta ahora todo parece indicar que ello es un hecho apocalíptico tan lejano o cercano como los confines del universo. Miro todo a mi alrededor sin comprender nada como si presenciara una historia que está contada con una gran maestría y se va haciendo real y grande delante de nuestras miradas mortales. Y al final me doy cuenta que es, por desgracia, no sólo una historia particular sino que todos los que estamos aquí, en este inmenso y atestado contenedor de cuerpos, podemos reconocernos en ese andamiaje de teatro que montaron ellos para nosotros desde el dolor y s silencios.

Los otros, los de la otra orilla, los carniceros, sufren de una ceguera prolongada y permanente, porque no nos ven como somos, sino que observan qué trozo de carne atacarán en las sesiones del quirófanos y en su sordera, la risa cobra vida en sus gargantas, mientras las nuestras se secan en la impiedad de la sed y la desprotección.

No sé cuántos días, meses o años que me fui de Andecito con las chicas, ni cuántos desde el día que me trajeron aquí para expiar las culpas de los condenados sin culpa. Me desperté con la cabeza zumbando en esta especie de tubo fétido. El cuerpo como una costra, atestado de cortes producidos por el conclave eléctrico de la tarde anterior. El León se había pasado de la raya, era así como le gustaba mostrarse, flotando en el límite de los sentidos.

Nos obligaron a sentarnos a empellones y forzados entraron cuatro más. Apretujados y hambrientos escuchábamos los latidos de nuestros corazones. Uno de los nuevos, bajito y delgado con ojos entrecerrados se sentó frente a nosotros, nos ofreció un cigarrillo, ¡Dios mío, un cigarrillo!, cuánto hacía que no fumaba, ya no llevaba la cuenta. Permanecí mirándolo con asombro, Un cigarrillo, un cigarrillo, seguí diciéndome, mientras lo tomaba entre mis dedos como si fuera antiquísimo amuleto contra el sufrimiento. Todos los días eran hoy, porque después de cuatro o cinco semanas, la noción de tiempo se difumina en el campo de detención. Lo único que me queda ya, es esperar que me metan en el avión, envuelto como una crisálida, en ese estado comatoso producido por las pastillas que te obligan a consumir, con los pies sujetos al suelo, las manos atadas por detrás, sobre la cintura y la cabeza metida en un cepo de plástico y volar cayendo como una gaviota sin alas hundiéndose sin retorno en la húmeda gruta negra sin testigos, tan solos como el viento.

Así contó que nos llevarían a los de la ESMA el petiso del cigarrillo. Si es así sólo nos espera el olvido de las aguas marrones del Río de La Plata para tragarnos y enterrarnos en el fondo barroso que nunca devuelve nada. Pero pienso y evalúo desde esta inmoralidad que nos obligan a sobrevivir, si no es eso mejor que estar aquí, esperando a que alguno de ellos te mire y le dé ganas de picanearte o encadenarte de pies y manos, muerto de hambre, con la cabeza cubierta por una capucha, atado a cables de acero para caernos en cada desplazamiento, medio desnudos o pateados hasta casi desmayarte, con las sogas apretadas en las muñecas hasta sangrar y empezar o terminar en el calvario de los interrogadores.

Ellos te cambian, te marcan a fuego, a agua de  submarino y en este momento confirmo que me siento menos importante que una cucaracha más de las que reinan aquí, entre la basura y la sangre. ¿Tendrán conciencia estos tipos, estos monstruos? Ni siquiera me animo a responder porque cada día me asalta el temor de parecerme a ellos, de tanto estar pegado a su enojo, a su odio visceral y descarnado ¿Me convertiré en un ser igual y compartiré su visión binaria y maniquea del mundo Que Dios no lo permita, prefiero la muerte a parecerme un ápice a ellos.

Creo que diferenciar quiénes somos, dónde está plantado cada uno es esencial para preservar la identidad. Es lo que me ayuda a sobrevivir detrás de estos muros por tanto tiempo, viendo sin querer, obligado por la permanencia y el hacinamiento, las situaciones más macabras que jamás creí que pudieran ejercer unos hombres contra otros. ¿O es que el mundo como lo conocía ha dejado de ser y ya no está más Inés, ni mi familia, ni ninguna familia más, porque ellos se los devoraron a todos?. No me permito intentar influir sobre mis torturadores para aliviar el sufrimiento, he logrado que de mi boca sólo salgan gritos, Huinca una palabra. Trato de demostrarle que puedo soportar el dolor, la burla, la tortura, aunque no sé hasta cuándo esta forma de tratarnos para que no seamos nada se convierta en realidad y ya no existamos porque no habremos desarticulado como juguetes de plástico.

Nos insisten que hemos dejado de pertenecer al mundo de los vivos, ¡que somos de-sa-pa-re-ci-dos! ¡Me entienden! , nos gritan ¡Desaparecidos! ¡No existen! ¡No son! ¡Nunca existieron! ¡Se esfumaron! . Y para peor ni siquiera podemos suicidarnos, sólo ellos, los Dioses de carne y hueso, son los dueños de nuestras vidas y nos vamos a morir cuando ellos lo decidan, así tan simple, tan concreto y contundente.

Dos palomas vuelan perezosas sobre nosotros e imagino si acaso no podría convertirme en una de ellas.

Pienso si es lunes, porque mi madre siempre los lunes iba al médico y solía traerme, cuando era chico, esos caramelos duros de leche que me duraban en la boca toda la tarde. Sí, creo que es lunes y despierto mal de un sueño, una pesadilla, porque esto es una pesadilla que se sufre despierto y no es lunes, ni está mi madre, ni Inés, sólo gritos. Aún es de mañana, lo sé por el olor a café que se están preparando los otros y el aroma dulzón me penetra las fosas nasales hasta taladrar el cerebro que forma con cuatro letras la palabras C_A_F_É, como si el líquido marrón nunca hubiera existido y sólo una imagen irreal que significa agua coloreada que se traga caliente. Trato en vano de no recordar gustos, aromas, texturas porque, cuando lo hago, las tripas juegan entre el dolor y el ruido.

Por ello no quiero dar pie a conjeturas cuando pienso que nadie parece haberse dado cuenta de mi ausencia, ¿por qué nadie viene a rescatarme de esta sinrazón y esta feroz carrera para mantenerme vivo, aunque sea un día más?

Y la veo a Inés, a mi Inés, llevando un vestido blanco de seda, etéreo, glamoroso, que se levanta con la brisa del pasillo del departamento de la calle Rivadavia, lleva además un pañuelo azul en su cabeza a modo de vincha. Es como si la viera por primera vez, pero ahora está aquí, frente a mí y alarga sus brazos para salvarme.

-         Te he estado esperando, ya estaba por irme, parece decirme.

Sabe mi nombre, así que si lo sabe es mi Inés, pero estiro la única mano que puedo mover y no la puedo alcanzar y se diluye entre la voz gruesa del León que ha venido a visitarnos.

-         Tráiganme a ése, el que tiene el brazo roto. ¿A ver qué tiene para decirme esta tarde?

Y me revuelco, me revelo y el León se enfurece y me patea y ya no veo nada, sólo la figura de Inés que se pierde entre los árboles azules de Andecito. Al fin he conseguido liberarme.


Segundo Premio: Aníbal Ariel Arona - Campana

                                               El  clarear  del  alba
                                                                                  “Cielo, cielito que sí
                                                                                  cielo del sesenta y nueve,
                                                                                  con el arriba nervioso,
                                                                                  y el abajo que se mueve...”

                                                                                  Benedetti y Moraes.


            Este es un bonito y puto cuento. Las dos cosas a la vez, y ya vas

 a darte cuenta porque te lo digo. Me acosté una noche de otoño de esas en

que la Luna parece quedarse enganchada en la cresta de algún cerro como

custodio insomne de mi barrio proletario. Me perturbaban las cuentas impagas,

porque recién la próxima semana me van a saldar la mitad de mi sueldo y en

“negro”, por supuesto. Algo giraba dentro mío repiqueteándome los rincones.

Un sentir agudo, persistente, galopante y hasta un poco quebradizo. Di varias

vueltas sobre el sufrido colchón, hasta que el eficaz cansancio de catorce horas

cargando cajones en el mercado, dio sus generosos frutos. Me noqueó, sí, me

ganó el imponderable sueño y me transportó por un túnel suave donde el

silencio se apropió de quejas y dolores momentáneos. De pronto, unas voces

externas, gritos casi inentendibles, me despertaron. Tardé en reaccionar y

coordinar mis sentidos, no se cuantas horas dormí, pero un medallón de oro se

abría paso entre las cortinas de mi cuarto. Me asomé a la ventana y vi una

muchedumbre que se encaminaba ardiente de pasión, rumbo al centro de la

capital. Vi sus rostros, y ellos, eran todos el mío. Y sentí que sus voces de

reclamo popular me pertenecían. Que los mismos rumores que correteaban

días atrás por los pasillos del mercado, hoy estaban llamando a mi puerta para

que los números de la suma alcanzaran la cifra completa. No lo dudé un
                                                                                                                                            
instante más. Entendí el mensaje. Me vestí como pude, a las ligeras, abrí el

cajón del armario verde, saqué mi honda de doble elástico con empuñadura

hecha de paraíso tallada a cortapluma, llené mi bolsita de lienzo con bolitas de

barro que yo mismo amasé, y de tres saltos ya estaba en la vértebra asfáltica

marchando junto a mis compañeros. Las calles se enrojecían de puños

exaltados. El piso temblaba, los añejos árboles se estremecían a nuestro paso,

y a cada metro que avanzábamos se sumaban más pechos, más voces,

idénticas a las mías. Desde el cielo se desprendían panes que se arrebujaban

al amparo del hambre. La plaza toda era un grito libre que se desprendía de un

tajo antiguo. Había despertado un gigante y a cada paso, se derretían a

sus pies los lustrosos látigos de la opresión. Me encontré con los compañeros

de lucha cotidiana y marchamos codo a codo. Y una voz enorme como un

consejo sano nos alentaba: ¡vamos Moncho!, ¡ fuerza Gorrión!, ¡aguante

Gringo!, ¡adelante pueblo!. Era la voz de Agustín Tosco subido a un sueño

tantas veces postergado, y con su mano extendida nos señalaba un horizonte

nuevo que crecía lentamente desde los vientres secos, desde las manos

ajadas, desde los llantos parturientos, desde todos los primeros de mayo

humillados y desde las flores necesitadas de algún beso enamorado. En una

esquina cualquiera por donde suelen doblar los recuerdos, nos topamos con

los imberbes mentales que azotaban nuestro paso. Pero la masa unificada era

una bola de nieve compacta, irresistible, que avanzaba en pos de su destino de

grandeza. Balas y garrotes que venían y se perdían en los recodos de los

zagüanes clausurados. Bolitas que iban silbando un grito libertario y se

encontraban con animales inteligentes sobre cuatro patas que sostenían en sus
                                                                                                                                
monturas otros animales brutos  de botas asustadas. ¡Vamos Moncho!, ¡fuerza

Gorrión!, ¡aguante Gringo!. Llegamos a la puerta del mercado, y decidí resistir

en mi puesto de trabajo. La ciudad era un caos que se esparcía bajo un manto

neblinezco de gases lacrimógenos. Y allí estábamos mis compañeros y yo,

escribiendo la historia con la letra desgarbada que apenas aprendimos en la

primaria pero con la lucidez altiva y prosaica que nos sembraron nuestros

antepasados. De pronto me encontré cara a cara con uno de esos  “fieros”

uniformados. Cargué mi honda, hinqué mi rodilla derecha, estiré en todo su

esplendor el elástico, cerré un ojo para afinar la puntería, y cuando el disparo

reclamaba soltura, entre la “V” corta de mi empuñadura de paraíso tallada a

cortapluma, vi el rostro sudoroso y triste de ese paisano confundido que me

pedía clemencia al sentirse derrotado, y aflojé  la tensión del brazo para no

matarlo. El entendió el mensaje, se puso a mi lado y marchamos juntos sobre

las baldosas flojas de la vereda soleada del mercado. Me observé un poco y en

el apuro por vestirme, olvidé mis zapatos, y mis compañeros también, y todos

los demás estaban descalzos. Ese día todo el pueblo marchó descalzo para

hacer un camino mejor, una huella más profunda, y la voz de Agustín seguía

sonando desde lo alto. ¡Vamos Moncho!, ¡fuerza gorrión!, ¡aguante Gringo!. De

pronto sentí un cimbronazo fuerte, seco, artero. Un estruendo desconocido que

me golpeaba desde algún lugar extraño. Desperté, y había caído de mi cama.

¡Puta carajo!. Soñé que yo soñaba un bonito y puto sueño que me alimentaba.

Me asomé a la ventana, y vi clarear el alba aterciopelado, y oi otra vez la voz

de Agustín Tosco que desde el horizonte todavía nos reclama. Han pasado

cuarenta años, miré mis arrugas, abrí el cajón del armario verde, saqué mis
                                                                                                                                
bolitas de barro, me calcé la honda al cuello nuevamente, y fui en busca de mis

compañeros de siempre. Es hora de la realidad definitiva. ¡Vamos Moncho!,

¡fuerza Gorrión!, ¡aguante Gringo!. ¡Vamos a escribir un bonito y puto cuento

en la página mejor de nuestra historia soñada!.


Tercer Premio: Silvia Rodríguez - La Plata
CRUZAR EL PUENTE
"Libertad, no me dejes. Vuelve a mí, dura y dulce,
como fresca muchacha madurada en la pena.”
Rafael Alberti.-

Era joven, bella, llena de luz y una buena chica educada en colegio de monjas. Atraía sobre sí todas las miradas cuando él la conoció y le endulzó los oídos con promesas. Su familia aprobó enseguida la relación. – Tiene una buena posición, te conviene, te dará una vida de reina – le decían, sin dejar de pensar en los beneficios que ellos recibirían indirectamente. Y accedió.
Al poco tiempo de estar juntos él le dijo, imperativo, que no se vistiera de esa manera y que no se pintara los ojos porque ella era una señora de su casa, mientras le ponía en la muñeca la primera esclava de oro. Y, aunque sus palabras le dolieron en la cara como cachetazos,  accedió.
Así, de a poco, adecuó su forma de ser a los requerimientos de él.  Era una manera de lograr su apoyo y aprobación y no perder la cómoda situación de la que gozaba. Lo mismo habían hecho sus hermanas mayores, su madre y tantas otras mujeres.
Por esa época comenzó a tener un sueño que luego se volvería recurrente. Soñaba que intentaba cruzar un puente de madera. El puente siempre era igual, cambiaba lo que pasaba por debajo o arriba de él. A  veces estaba sobre un río correntoso, ella subía los escalones y avanzaba hasta el medio. Al asomarse  se veía a sí misma en una canoa, remando sin poder avanzar. En otras ocasiones, el puente, estaba sobre los rieles. El tren, al pasar, bajaba la velocidad y ella alcanzaba a ver su propia imagen, junto a la ventanilla, que la contemplaba con una sonrisa burlona. Otras veces, el puente estaba sobre una avenida muy transitada por automóviles, uno de los cuales era conducido por ella misma que la saludaba alzando la mano.
A pesar de las pulseras que lucía, una por cada aniversario, su casa impecable y sus balcones con geranios, su vida perdió brillo, alegría, apagó su fuego y entró en un cono de opacidad. Su único escape era dormir.
Siempre algo distinto sucedía cuando estaba en el puente. Subía los peldaños y sólo llegaba hasta la mitad. Nunca podía hacerlo más allá, aunque lo deseaba. Quería cruzarlo y bajar del otro lado pero, cuando estaba en el medio, sonaba la alarma del despertador y amanecía en su cama, contrariada y acongojada. Intuía que, si lograba cruzar, del otro lado habría algo. Otra cosa siempre sería mejor de lo que tenía ahora. Estaba segura de que la esperaba una vida del otro lado del puente.
En un principio contaba el sueño a su marido y al resto de la familia, pero empezaron a murmurar que estaba desequilibrada hasta que, abiertamente, cuando se referían a ella la llamaban la loca de la casa. El trato le resultaba humillante, se sentía presa de una trampa de la que no podía librarse y sólo pensar que pudiera hacerlo le producía temor. Entonces lo soportaba, se había endurecido con los años y estaba como anestesiada. Pero, las palabras que callaba gritaban en su interior, aullaban en su estómago y le punzaban los riñones. Por las noches, llegaba el alivio. Volvía a su sueño, estaba en  casa y subía  al puente para encontrarse con ella misma.
Comenzó a tramar estrategias para no despertarse pero no le daban resultado. Siempre la estridencia del despertador la detenía en la mitad del puente y despertaba en su cama, sudorosa, acalorada y angustiada. –Menopáusica- le decía él peyorativamente.
Una noche, sobre el puente de sus sueños, encontró una pareja joven que se prodigaba besos y caricias. La mujer era ella misma, iluminada, feliz, él era desconocido. Recorrió la pasarela hasta el centro y ellos, al verla, se alejaron entre carcajadas que sonaban igual que la campanilla del reloj y despertó entre sus sábanas de raso empapadas de transpiración. Palpó la humedad de su almohada y se mantuvo con los ojos cerrados porque así veía mejor su circunstancia: estaba refugiada en una cueva y sentía temor de abandonarla. Después se bebió la mañana como una taza de leche agria y se enfrentó con su realidad esterilizada y vacía.
Los días que siguieron fueron de total desasosiego porque la afectó el insomnio. Hasta los relojes perdieron la sincronización y el despertador sonaba a cualquier hora. Todos en la casa la culpaban a ella por estar en la luna. Eso era lo mínimo de lo que se tenía que ocupar y no lo hacía. – Está cada vez más loca - decía él y ella con sus acciones le daba la razón. Dejó de atenderlo, abandonó su persona, pasaba todo el día en la cama y no se quitaba el camisón porque lo único que quería era dormir.
Por fin, un día agotada, lo logró.
Esta vez el puente estaba cubierto de una neblina rosada, allí encontró una ronda de mujeres. Eran todas las que la habitaban, la niña, la joven, la adulta, la vieja y otras, amigas, hermanas que la acompañaban. La invitaron a que las siguiera y lo hizo, solamente hasta la mitad. Ellas la rodearon y empezaron a cantar con su voz y a bailar con la alegría que ella lo hacía mucho tiempo atrás. Le infundieron aliento como a una recién nacida y sintió que todos sus temores se disipaban con la niebla. Se quitó el camisón que sirvió para encender una hoguera. Se bañó en la lluvia y su desnudez plateaba de luna. Arrojó a las llamas las esclavas que se fundieron en lágrimas de oro y cayeron al río. Se impregnó del olor silvestre del pasto y cruzó al otro lado con sus mujeres. Una sola vez miró hacia atrás. Vio como el fuego devoraba el puente y estuvo segura de que jamás volvería.
Esa mañana, en su cama, quedó un hueco tibio y el despertador no sonó.

Mención: Héctor Javier Quinterno - La Plata

            El instinto de la libertad
En los primeros días de junio de 1977 yo tenía diecinueve años. Creía saber todo lo que haría durante el resto de mi vida, con la irresponsabilidad propia de esa edad y la enorme energía de la juventud. Nada ni nadie impediría que pudiera lograrlo. Estaba dispuesto a cambiar el mundo y hacerlo a la medida de mis sueños. Un mundo de justicia y esperanza. Un mundo no violento y profundamente solidario.
Pero, ¿cómo podía imaginar ese paraíso en medio del peor de los infiernos? La Argentina de entonces sufría con espanto macabro la instauración del terrorismo de estado, antecedido de la violencia de grupos y la indiferencia de muchos.
Tratar de entender y explicar esa contradicción es lo que me motiva a escribir estas líneas.
Cuando el tres de junio de 1977  esposaron mi muñeca izquierda a un aro enganchado del piso y me empujaron contra un pequeño colchón tendido sobre el mismo, comprendí que había perdido la libertad y que seguramente perdería la vida. La bolsa que cubría mi cabeza me obligaba a concentrar mi imaginación para tratar de entender qué estaba pasando a mí alrededor.
-Flaco, quédate tranquilo hasta más tarde, después hablamos- escuche en medio de un silencio raro. Sentado en el colchón me dediqué a prestar atención a ese silencio y empecé a percibir sonidos de respiración, de gente despierta y de gente dormida. Y darme cuenta que no estaba solo, que éramos muchos y que el lugar debía ser espacioso.
Me eché para tratar de dormir pero estaba tan asustado y excitado que no podía lograrlo. Traté de idear un sistema para contar el tiempo, porque me atemorizaba perder esa noción.  Conté en silencio hasta seiscientos e imaginé ese espacio. Tenía grabado qué significaban diez minutos aunque seguramente de nada serviría.
-Flaco, ¿de dónde sos?, me preguntó la misma vos - cuando habían pasado como cuarenta espacios de tiempo.
Cuando le dije mi pueblo natal, se calentó y me contestó:-No flaco, ¿de qué palo? , boludo - me volvió a preguntar. Y  allí me di cuenta que me estaba pidiendo la procedencia política, así que no tuve otra que decirle: -Radical.
-Y ¿Qué hacen los radicales acá adentro ?, ¿ Qué cagada te mandaste para que te chuparan en La Cacha? - dijo la voz,  medio caliente, pero con afecto.
-No sé, escribí un libro, escribía en un diario, estamos contra los milicos, no sé…- se me ocurrió responderle.
-Bueno no importa, tuviste suerte porque la patota del “Oso” se fue de franco y hoy no te la dieron, así que te tenés que preparar para cuando vuelvan dentro de dos días - me dijo la voz aumentando mi preocupación.
Esos dos días explican por qué estoy con vida. Doscientos ochenta y ocho espacios de tiempo que fui agregando en mi memoria para poder saber cuánto me faltaba para que ellos volvieran, esta vez a torturarme. Dormía también de a diez minutos. Al principio lo hacía para mantener el contador funcionando y no perderme, pero además cuando cerraba los ojos rápidamente empezaba a soñar que estaba en libertad, que corría una pelota de futbol, que me encontraba con mis amigos o estaba en el taller mirando como armaban el auto de carrera. Muchas veces me despertaba exaltado porque quería darme vuelta y las esposas me cortaban la piel de la muñeca o porque alguien me pateaba o me zamarreaba la bolsa.
En pequeños momentos, quienes estaban allí me decían cosas útiles para lo que venía. Me relataron cómo era “la máquina”, cómo me atarían, los ruidos que escucharía alrededor, sobre todo el de la picana, para que pudiera activar las defensas mentales y no me tomara por sorpresa. Me explicaron tantas cosas, a pesar que a ellos todavía les dolía contarlas. Que debía gritar muy fuerte cuando me la aplicaran porque eso hacía que te doliera menos. Que no estuviera rígido. Que me iba a ir acostumbrando, aunque me hiciera más daño. Y sobre todo que dijera siempre lo mismo, lo que tenía que tener preparado, para evitar pensarlo en ese momento. Que cada persona a quien nombrara la estaría condenando a lo mismo que me pasaba a mí. Que pidiera la muerte a cada rato para hacerles entender que estaba en el límite. Que fingiera ahogarme y contuviera la respiración como si entrara en paro, porque así ellos se detendrían un momento hasta escucharme los latidos del corazón. Que mantuviera la coherencia aún cuando perdiera la conciencia. Que no debía tomar agua ni comer nada durante veinticuatro horas después de la tortura, aunque me la ofrecieran, porque eso podía matarme. Que debía aferrarme a un sueño bello y suficientemente fuerte como para pensar que todo lo que me ocurriera era el precio a pagar por hacerlo real, cuando todo pasara.
Ellos no quisieron contarme, para no debilitar mi resistencia, lo que sentiría cuando ya estuviera atado, totalmente desnudo, entregando mi cuerpo al placer de quien me torturara. O esa satisfacción mórbida que llegaría a percibir a pesar de la bolsa que tapaba mi cabeza. Que el sonido de la chicharra precedía al momento cuando la chispa encendía el fogonazo contra mis músculos y me generaba un dolor tan profundo que me temblaba hasta el alma. Que era casi imposible relajarme cuando mi cuerpo se arqueaba sostenido sólo en los talones de las piernas y los brazos atados a los hierros del marco de una cama, mientras mi cabeza se elevaba hasta el techo en forma de un grito que me espantaba, sobre todo, porque era mi propio grito. Que podía sentir una mano gigante que penetraba en mi garganta en forma de tres picos con sus rayos punzantes para callarme y que no pudiera gritar, ni descargarme. Que cuando el pico tocaba mi maxilar podía ver los huesos de mi cráneo desde adentro todos iluminados por los chispazos que salían de mi cuerpo. Y ver a través de la bolsa, en medio del resplandor, varias columnas de humo como incendios diminutos alimentados por mis vellos y  la piel quemada. Y ese olor que perduraría para siempre de mi propia carne lacerada en cientos de lugares, como si fueran los sellos de los torturadores.
Cada vez que paraban “la máquina”, porque ellos estaban cansados de torturarme, yo retomaba la idea de mi sueño y me decía en silencio que debía una cuota menos para que fuera realidad en algún momento de mi vida. Y para eso debía sobrevivir.
Con el dueño de esa voz que me dio los consejos no pude encontrarme jamás, para poder agradecerle lo que había hecho por mí. Militábamos en veredas distintas porque en una de sus charlas me confió que él creía en la revolución más que en los medios para llevarla a cabo y yo estaba convencido que la meta era la democracia para poder hacer la revolución sin violencia, a pesar de cargar en ese entonces con el mote de reformistas o pasados de moda.
Sin embargo allí dentro todos nos sentíamos iguales. No importaba si éramos radicales, montoneros, guevaristas, erpianos, sindicalistas, o perejiles. Compartíamos un mismo destino.
Al promediar mi período de secuestro una noche trajeron a un hombre mayor y lo tiraron a mi lado. Cuando los guardias se alejaron pude hablar con él a pesar del tabique que nos separaba. Me dijo que lo llamara Samy, porque su nombre era Samuel. Se lo escuchaba mal aunque aún no lo habían torturado. El ya no militaba y su única explicación por la que estaba allí era que en esos días había aparecido un artículo en la revista Somos que hablaba “de los precursores de la subversión en la Argentina” y rememoraba la expedición a Taco Ralo en la década del sesenta. El artículo daba los nombres de aquel grupo que fueron rápidamente reducidos por la policía provincial. Samy pasó muchos años en prisión y recién recuperó su libertad en 1973. Desde entonces no solo no militaba sino que tenía un pensamiento crítico de las experiencias revolucionarias. No podía entender que después de tantos años, por alguna delación sin sentido o por el hecho de ser judío, él hubiera sido secuestrado.
Yo cumplí con Samy el mandato de explicarle dónde estaba y qué iban a hacer con él cuando lo llevaran a la sala de torturas. Debía prevenirlo para que tuviera chances de sobrevivir. Recuerdo que unas horas antes que lo llevaran me dijo que el tiempo de sus sueños ya había pasado y sentí una pena enorme porque lo percibí tan vulnerable que imaginé su final.
De Samy no supimos más nada. Era médico de la Municipalidad en La Plata, apreciado y querido por todos. Mariano, su hijo, reside en Holanda y es amigo mío en la distancia.
Treinta y cuatro años después, aún recorro los Tribunales como testigo-sobreviviente en las causas que persiguen la verdad y la justicia sobre lo ocurrido en los años de plomo y lo hago no solo alentado por esos valores que también a  veces son manipulados por los inescrupulosos de siempre, sino por el recuerdo de todos aquellos que padecieron la desaparición y la tortura y no pueden contar sus propias historias.
Cuando uno pierde la libertad sólo puede recuperarla soñando que volverá a ser libre. Esos sueños son los que nos empujan a luchar y sobrevivir. Es una carga genética cultural que contiene un mandato de la especie más fuerte que nuestras propias debilidades.
Esa conducta humana que no tiene explicación y que no ha merecido casi consideración para las ciencias políticas, es lo que me atrevo a definir como el instinto de la libertad.
Mención: María Andrea de Otazúa - Chascomús

 


II Certamen Literario Nacional del Taller Literario y Asociación Cultural “Espacio de la Palabra” – 2011


Obras Premiadas en el Género Narrativa 

Primer premio:    “Los del otro lado de la libertad”

 Seudónimo: Sureño -   Autor: Liliana Savoia - Rosario

Segundo premio:    “El clarear del alba”

 Seudónimo: El Serranito      Autor: Aníbal Ariel Arona - Campana

Tercer premio:   “Cruzar el puente”

 Seudónimo: Juana       Autor: Silvia Rodríguez – La Plata

Menciones en el mismo orden de mérito:

“El instinto de libertad”  
Seudónimo: Quino Vetarije /  Autor: Héctor Javier Quinterno – La Plata

 “En el terrible descanso del campo anochecido” 
 Seudónimo: Marielena Arrivere / Autor : Alicia Danesino - Sarandí  
                                     
 “ El Juan y la maestra” 
Seudónimo Ñancú Milla  /  Autor: María Andrea de Otazua  - Chascomús
   
Obras Premiadas en el Género Poesía 

 Primer premio:  “Allá lejos…la libertad”     

Seudónimo: Sago   -   Autor: Susana Arminda Gómez – La Plata

Segundo premio:  ¨ ¡Libertad…! ¨     

Seudónimo: Aurelio  -  Autor: Dionicio Antonio Gómez - Rosario

Tercer premio:   “ La libertad”  

Seudónimo:  Almafuerte -  Autor: María del Carmen Barrientos de Romero - Corrientes

Mención:

“Descubrimiento”           
 Seudónimo: Libertad América - Autor: Sandra Karina Dagostino - Ensenada         

Listado de obras participantes del certamen




 Género Poesía 


Orden
Nombre de la obra
Seudónimo

1
Se desató el sol
Marihú
2
Desposada - Desmentir (2)
Luisa
3
Un sueño azul
Ian Curtis
4
Libertad
Lumen Pierce
5
No me guardo ganas
Rimpo
6
Dos veces cien
La esfinge
7
Mirada Nostalgia
Mariposa
8
Determinación
María Mulata
9
Danza de Libertad
Dochama
10
Vuelo
Futuro
11
Encanto de luna /s/t)
Cazo
12
Paris
Francisca
13
¿Quién mañana?
Libera
14
Y allá lejos…un corazón que ansía ser libre
Nelmar
15
Libertad
Glauco
16
Libertad
Clarice
17
Descubrimiento
Libertad América
18
Interrogatorio
Nueva Trova
19
Libertad
Caballo de Troya
20
Allá lejos…la libertad
Sago
21
Reflexión
Cocoa
22
La libertad
Ilusión
23
No hay tiempo
Mariposa Negra
24
La Libertad
Almafuerte
25
¡Libertad!
Aureliio
26
La libertad
Juanita
27
Mi libertad
Vael

Género Narrativa
                                                                          
Orden
Nombre de la obra
Seudónimo
     1
Prefiero no acordarme de aquel día en Huerta Grande
Cecilia Sanders
2
Las ondas
Santiago gimenez
3
Sueño de libertad
Marcelo González
4
El clarear del alba
El serranito
5
Los del otro lado de la libertad
Sureño
6
El viento llevó una semilla
Bile
7
Las jaulas
Eríola
8
Recorridos
El andariego
9
El recopilador
Alejo Duval
10
Como el caracol, pero peor
Pabemili
11
Guerra
Morine
12
Liberación
María Mulata
13
En el terrible descanso del campo anochecido
Marielena Arrivere
14
Sonreía
Tzuko
15
Salvo el pañuelo
Sarita
16
La margarita y el leon
Filip de León
17
Ideales
Lucrecia
18
Cruzar el puente
Juana
19
Augusto "Rayo" Milena
Anillos de oro de dieciocho pesos
20
Libertad condenada
Lita
21
Carta a la libertad
Almendra
22
Cadenas
Mila
23
Una noche con el poder
Caballo de Troya
24
La libertad
Sago
25
El instinto de la libertad
Quino Vetarije
26
El Juan y la maestra
Ñancu Milla
27
El efecto
Flor de Ceibo
28
Entre acá y allá
Tales de Mileto
29
La Bicileta de la libertad
Vael




I Certamen Literario Nacional del Taller Literario y Asociación Cultural “Espacio de la Palabra” – 2010


Obras Premiadas en el Género Poesía 


Primer Premio:  Ariel Megevand - Mar del Plata

Palabras

Los amigos pronuncian palabras que flotan.

Dejo una punta en esa tibieza y me abro en espiral.
Mi otro extremo toca la palabra nube.

En el medio estoy que subo,
llevo en una mano el perfil de una mujer,
con la otra me agarro de los hilos que ahora soy.

En mis hilos se posan pequeños pájaros.
Tienen palabras de colores de lo más efímero.
Ando entre ellos,
me siento
a contarme las plumas
            -siempre tuve pocas plumas,
            por eso vuelo tan mal-
y qué me importa;
abro las manos y suelto palabras livianas
(antes tenía el vicio de nombrar las cosas).

Uno de los pájaros se ríe como mi hijo.
La risa del nene es una palabra que no sé pronunciar.

A mí me gusta la palabra pájaro.
Y la palabra palabra.
Me gusta verlas caer desde acá.

Antes de llegar abajo se disuelven:
los amigos no las ven.
Me dicen que escriba la palabra dicha.
Dicha. ¡ Qué palabra !


Segundo Premio: José Luis Frasinetti - Gral. Belgrano

No eres sino la sombra  

no eres sino la sombra
las palabras que fuiste
que soy
en el poema



en aquello que se traza con memoria y signos
desde ensueños de abril y calles tristes

a veces lees la tarde
desde un conjuro de recuerdos desllovidos
a veces lees en viejos muros
lo que el pasado amusga en sus silencios
un infancia de tiza y barrilete hasta nube y arrebol y golondrina

no eres sino la sombra que ya no eres
la mariposa roja de la siesta
la lluvia entre los sepias del otoño
jironada en suspiros y aguas rotas

nómbrame palabra
con el olor a menta del ocaso en campos de elegías y crepúsculos
donde canto poemas
bebo el vino morado de las horas
siembro trigo y cosecho entre sonetos
la palabra que soy
el verso blanco
del alba que hombre adentro es como un niño
desvelado de amor en las ventanas de todos los recuerdos
de qué se visten las palabras
andan descalzas en la piel del aire nombrando lo que soy
lo que ya he sido
no soy sino su sombra
el espejo en que juegan a narciso y a noche y a bohemia
viven conmigo más allá del tiempo
que nos renombra en niño y elegía


Tercer premio: Alicia Mesa Garbin - Mar del Plata

Mensajeras del tiempo
                                                                            
Horas que pasan sin forma
en la madrugada que se agota.
El viento se ha dormido en mi ventana
y suavemente
roza el silencio de los lirios
puros
que rodean el estanque.
Mágico recinto
dónde el alma hipnotizada se detiene.

Un vuelo de pájaros
 a lo lejos
 aletea en la nube…

Un tambor de eternidad
cuenta historias
de esperanzas breves.
Pasan ellas
mensajeras  del tiempo
con su resto de sueños.

Llamo a las sombras pequeñas.
No responden.
Silencio.
No hay palabras.
¿Ó las palabras están en el silencio?
Se esconden
se muestran
bailan
lloran
ríen
gritan
en silencio.

Intento el sonido
que compondrá la palabra
y una a una
como perseguidas
fluyen
nace la historia
renace la esperanza.

El tambor resuena
gime
danza
ahoga y besa
mi garganta
y sé
para siempre
que sigo viva en la palabra.  


Obras premiadas en el Género Narrativa


Primer Premio : Fernando Azamor - Zárate

 La Muerte y la Palabra
                                        

    En un principio, estaba La Palabra. Luego la luz, las cosas. Y después, recién,

la Muerte. Lógico, ¿cómo iba a venir la Muerte antes que la Vida? ¿Cómo puede estar

la Muerte antes que la Palabra? La Muerte implanta el olvido, la Palabra es el eco que

preserva las cosas, un duende al cuidado de la memoria. De la Palabra nace la tradición

oral, la tradición escrita. De la Palabra nace toda tradición. De la Palabra nacen las cosas.

      

          A las seis de la tarde. A las seis en punto de la tarde. A las seis y pico de la tarde.

Germán había pensado en eso casi todo el día.


          Seis de la tarde: hora de la angustia. El peor momento del día, el de regreso a casa

luego del trabajo. Germán cerró la puerta que se quejó reclamando una gotita de aceite, un

toquecito de grasa, algún tipo de lubricante. Portazo suave, muelle, único sonido en el

abandono del departamento anónimo, impersonal. Impersonal sin ellas.

Detrás de Germán, sin que él la viese, la Muerte pasó, silente y fría, a través de la puerta.

Tenía un faldón color durazno: hermosas piernas (la Muerte, no Germán). Tras la Muerte,

entró la Palabra, también en silencio (¡pero a ella le resulta tan difícil!). Porque la Muerte

quita callando. Pero la Palabra… se manifiesta así: hablando, a los gritos, en un canto… y

escrita. ¿O acaso no se expresa la Palabra en el texto religioso, en llanto de la madre, en la

risa del niño?

             Marcela había dejado un retrato desde donde ella y la nena se le reían. Germán

tomó el retrato con cuidado, se disculpó con su hija, y con una tijera recortó a su esposa

(ex esposa), abrió el tacho de basura y la dejó caer (con otras basuras).

La Muerte se limó una uña rosadita, despareja: un horror de uña. La Palabra suspiró. La

Palabra puede no ser oída, puede no ser leída, puede no ser comprendida, pero está. Es

soplo. Es aire. Va. Viene. Se disfraza. Se hace carne, voz, letra. Letra viva, no muerta.

Las seis de la tarde. La hora de la angustia. Las seis de la tarde. Buena hora para pegarse

un tiro. Y que se joda el cobrador de los libros, que va a venir como a las seis y media.

            Germán acomodó con deleite todo lo que ya no pagaría o de lo que no iba a

participar: la factura del teléfono que nunca sonaba; Rentas; una notita del consorcio: lo

único interesante era la de rulitos, la de la sonrisa tímida y dulce del 4° B - maestra,

profesora, o algo así-; otra factura del celular que reposaba un sueño sin final sobre el

televisor; el gas (premio por bajo consumo: él casi no lo usaba y todavía no llegaba el

frío como para encender los calefactores); la luz (hágase la luz, y abónese en término).

No es un desafío, no es una guerra vieja. Solo incongruencia. La Muerte y la Palabra.

O viceversa. Se permiten máscara. Se permiten transformarse una en la otra, se permiten

uso del discurso ajeno.

          Las seis y pico. Germán tomó mate con edulcorante, pero las galletitas con manteca y

dulce de leche. Seis y pico. Linda hora para terminar con la angustia. Un tiro. En la sien.

Se va a la puta que lo parió todo. Todo. Ah, pero primero, una buena ducha: suicida, sí,

pero no sucio, por favor. Una buena camisa. La mejor. La color salmón.

       El revólver tenía pelusa, medio sucio (ni el tiro del final te va a salir). Eso sí: morir,

no como el boludo de Giménez, que se pegó un tiro en Boedo y quedó tarado. ¿Carta al

juez? Que labure, él y la cana. Giró el tambor sin un ruido: lo único aceitado en esta

casa. ¿Dónde? En la pieza. Hum… No. ¡En el baño! No, en el baño se suicidan los que

se cortan las venas: en la ducha, con la lluvia y las canillas abiertas, llevándose la

sangre. Ya me bañé, sangre, no. Ni sangre ni veneno: uno se mata para dejar de sufrir,

no va a morir sufriendo. Acá mismo, qué tanto joder.

         La Muerte se pintaba los labios cuando algo vino a él. Algo vino a él. Algo. La

Palabra. La Muerte se limpió los labios con un pañuelito descartable: coito interruptus.

Buena perdedora, la Muerte se fue y quedó la Palabra. La Palabra disfrazada de poesía.

A Germán se le secó la garganta. Pronto. Ya. Antes de que se vaya. Antes de que se

vaya para siempre, llevándose las ganas, el dolor, la fuerza, la tristeza, la alegría, la

vida. Eso o la pistola (pistola, no: revólver).

Germán caminó presuroso hasta la mesa del comedor y tomó un cuaderno bastante

manoseado, con el costado de las hojas bastante grises de roces, de tiempo, de soledades

viejas y nuevas. Revolvió el cajón del escritorio: él solamente escribía con lapicera azul.

Escribió una poesía. Y se alzó en vuelo. Vuelo de alas blancas, blancas, aunque con las

puntitas un poquito grises de roces, de tiempo, de soledades viejas y nuevas. Voló.

Porque la Palabra es soplo. Es aire. Va. Viene. Se disfraza. Se hace carne, voz, letra.

Letra viva, no muerta. Aire, voz, letra que se vuelca.

         El cobrador de los libros apretaba el timbre con una suavidad exasperante, como si

fuese un ángel y no quisiera contaminarse con las impurezas terrenas: apenas se oía.

Detrás de él, la de rulitos, la de la sonrisa tímida y dulce del 4° B - que era maestra,

profesora, algo así- le preguntaba con timidez y dulzura “si iba a ir a la reunión del

consorcio”.

-         Por supuesto, sí, claro… y después podemos tomar un café - agregó Germán.

-         Por supuesto, sí, claro - dijo la Palabra, con rostro de timidez y dulzura. Porque la

Palabra también sabe hacerse carne.


Segundo Premio: Josefa Veiga - San Antonio de Padua

La vendedora de palabras
  
  —Me he quedado sin palabras, y cerraré mi local, -me dice. Y hace sonar sus pasos, cortos, leves, puntitas sobre el mosaico.
La miro y pienso que no hace ningún esfuerzo por complacer a sus clientes, son años de comprar en la misma Palabrería, sin embargo se va, cierra su hermoso local. 
          —¿Ni siquiera las que se hacen pelotitas, le quedaron? -le pregunto.                                        
          —No, la gente se aburrió de: ovillo, lunar, esfera, globo, sol, no… Esta vez deberá arreglarse sin mí, me cansé y me voy a hacer una huerta, produciré alimento para los cuerpos, estoy convencida.
          — Buenísimo, ¿y dónde la hará?, porque es muy difícil hacer crecer algo. Supe de alguien que había construido un jardín y mucho le preocupaban sus cuidados, las huertas son más difíciles aún, no quiero desmoralizarla, pero la alerto. A veces uno se convence mal y luego fracasa.
          Me atrevo a decir que siento envidia: las personas que hacen mundos diferentes sobre la marcha, me apasionan desde siempre. Deciden.
           Observo como el  polvo desparrama briznas sobre el aire del local. La vendedora de palabras está bajando algunas cajas vacías, que luego limpia con un plumero y ofrece los colores del arco iris. Es bajita, delgada y usa tacos aguja. Viéndola se me asemeja  al  pájaro que viene a mi jardín a comer el pan mojado arrojado por mí: camina, se acerca, picotea el pan y se eleva, revuela la comida, baja y dando saltitos se acerca de nuevo y otra vez picotea y otra vez puntitas sobre el pasto. Ella tiene brillos en sus ojos cuando me responde:
         — En algún lugar donde pueda sembrar palabras. Acá ya no crece nada. Este negocio está antiguo, las palabras  necesitadas son de otro estilo. Se habla de una poesía que necesita el realismo, los elementos como el yo poético, el cuerpo como sujeto hablante, que al fin se han animado a mostrar. ¿Y, qué me dice?, yo nunca trabajé con estas metáforas de la realidad, me cuesta, créame, me cuesta dejar todo, pero debo jubilarme. Las palabras que tengo para vender son abuelas de la intención.
         —Mire, suele doler mucho cuando nada crece si no se siembra en el terreno propicio. —insisto, haciéndome la entendida.
             No toleraba el cierre de las puertas de su hermoso local. Esas vidrieras  me habían atraído durante tantos años, esos signos que colgaba de unas tanzas invisibles como los hilos de la escritura y los desplegaba como cortinas al viento. Me maravillaba ante su negocio en las tardes de primavera y las noches de verano. Ella me conocía, podía venderme las palabras que yo necesitaba, o hacérmelas a medida, darme la textura exacta, o venderme las estándar, a veces me servían también.
         — Voy a extrañar sus amables consideraciones, siempre me atendió muy bien. Pero tiene razón, yo también me siento sin identidad en esta escritura nueva, donde el cuerpo sangra y las casas tienen muros en vez de jardines.
         — Me entiende y se lo agradezco.  Fíjese usted… horas tratando de escribir. Transpira por lo que quiere decir y le pasa porque ya está todo dicho, querida amiga palabrera. Debió vestirse, sacarse el amable piyama que adora, dejar la carne en el horno, que se le puede quemar, y salir apurada a comprar, porque le faltan palabras para terminar el texto. Amiga, no sirve, la emigración poética se las está llevando. La escritura femenina siempre estuvo jugándose a decir, y ha costado, y sigue costando. 
         — Verdad. —le digo—. Me doy cuenta, se me dificulta mucho encontrar las palabras justas. Reconozco no tener ideas geniales, pero son apasionadas y sin embargo… Aún proponiéndomelo fallo, se me adelgaza tanto el hilo de la escritura para que pase por la idea y entonces se me vuelve inmaterial. Dos semanas pensando: lo hago en primera persona o para no comprometerme mucho me escondo en la tercera, dónde focalizo…versos… prosa…
         Me mira con un aire en su mirada que no puedo definir: podría ser el aire, me animo  a decir  de alguien que intentará  construir una huerta con elementos modernos. Se atreve a decirme, quizá porque me ve débil, (no es bueno que una escritora deba comprar palabras):
—Deje de esconderse, la poesía ya no da vida, es el esqueleto insultante de la palabra muerta.
            —Bueno, justamente venía por eso y me esta diciendo que no le quedan palabras. Vine buscando la última palabra, la que diga todo, mucho.
—Disculpe, como siempre lleva las poéticas, pensé… igual no tengo ninguna contundente. Déjeme recordar.
Está frente a los estantes más altos, no se sí ha subido a una escalera, pero toma entre sus manos una caja redonda y verde, la está bajando y ahora,  observo la caja, sus formas va variando, pasa a ser una estrella  plateando el espacio del local. Cuando está cerca de mis manos se convierte en un cuadrado bronceado y la vendedora se ve radiante. Quizá haya encontrado la forma de complacerme con esta caja camaleónica.  Su cuerpo parece una ola gigante, se amansa y se tensa en la línea invisible que parece unirnos. Hay en esta línea algo perceptible del entendimiento, huelo algo salado y profundo como el mar, huelo a carne al horno  cocinándose y sobre todo, huelo a final.    
 —Me acordé,  le puedo vender esta caja  que me quedó por aquí. No es la mejor solución —me dice— pero  la hallé cuando pasaba el plumero de colores. Si le sirve, se la vendo.
             A menudo cavilo mucho sobre lo que quisiera comprar, siempre he sido indecisa.  Estoy apurada y ella va a cerrarme en la cara si no decido y al menos podría llevarme lo que le queda.
—Bien, me la llevo.
Y me río  de mí, siempre me venden lo que quieren y esta vez no sería la excepción.
La caja es muy amplia en este momento, y dorada.
            —No sabe lo contenta que me siento, me daba bronca no poder ayudarla. Ha sido clienta tantos años, pero a todo el mundo se le acaban las palabras. Suerte, acordarme de ésta, algunos creen que es una hueca donde cabe todo,  estará bien para su final y el mío, pienso en las dos.
—Gracias. No quiero  que  olvide mi aviso de lo  difícil de hacer una huerta. Demandará mucho de usted. Y los semilleros están  vacíos, secos. Regresará pronto a vender palabras.
—Bueno, intentaré hacerlo lejos, viajaré en busca, doblaré mis capacidades para producir y si no puedo regreso. Y usted ¿qué me dice, seguirá construyendo con palabras?, lo suyo también es difícil.  
Me entrega la caja que me parece muy frágil y en este momento es de textura de seda, de satén o raso. Me doy cuenta de que muchas palabras de peso no se encerrarían  en una cajita tan liviana.  Me decido a arriesgarme y llevarla sin abrir. Insegura, camino hasta la entrada del local, vuelvo mi cabeza: ella  está otra vez arriba, le brillan las manos y la mirada, creo que imagina  su huerta. Le tengo afecto de cómplice palabrera, vestimos  el mismo sayo, pero  ella es mar y yo aún no encuentro el río.
   —Bueno, me voy. La saludo, amiga, —digo moviendo una de mis manos.
               —Le agradezco su compra, no necesitará ninguna otra. Créame, es un recurso efectivo, la gente lo usa bastante y es una variable cuando no se sabe qué decir.
    Camino a casa entre pensamientos y sol del mediodía. Al llegar huelo la carne, huelo el aroma de mi hogar, huelo las siestas, las naranjas del frutero, el jabón en polvo, la albahaca de las macetas y un aroma que me llama desde la caja, abierta ya. Voy a terminar esta olorosa enumeración  con la palabra comprada y la  pongo: … etcétera.  


Tercer Premio: Horacio Agustín Walter -  La Plata

Palabras en el agua 
                                                                                                      
¡Mamá! ¡Mamá! Era lo que creía entender María Marta. Entonces, buscó un lugar por donde cruzar hacia el otro lado.

Casi diez años han pasado desde aquella vez. El recuerdo la llevaba, de tanto en tanto, a darse una vuelta por el arroyo. Esta vez era distinto. Iba acompañada de un joven alto y delgado. Caminaban con los brazos tomados por la espalda. Para cualquiera que los mirara le podría parecer que lo hacían en silencio, aunque las sonrisas  y los ojos brillantes en sus rostros, eran la muestra inequívoca de un diálogo profundo y afectuoso entre  dos seres que se amaban.
María Marta estaba orgullosa de Omar. De sus avances, de su progreso, de su cariño. Cuando llegaron al remanso, donde el arroyo doblaba bruscamente y se formaba un gran espejo de aguas cristalinas, se sentaron sobre el pasto. No se percibía el movimiento de la corriente. Quieta y suave, se armonizaba con el perfume de las plantas y el aire puro de la tarde. En silencio, observaban el reflejo de los álamos plateados. De a poco, se incorporaron a la escena otros objetos: árboles que hoy ya no estaban, como el piquillín y las  acacias, las gramillas verdes y las cortaderas y, en el fondo, el viejo rancho destartalado y sin techo. Y en la orilla, el niño.
Había pasado mucho tiempo. María Marta, como todos los días, se dirigía a la escuela del campo a buscar a sus hijas, por un sendero, no muy largo, marcado  por el paso de la gente y de algunos animales.  Era un día hermoso y soleado al principio de la primavera e invitaba a caminar. Cuando su pequeño cachorro Robinhú  torció hacia el arroyo, a la izquierda del sendero, ella lo siguió. Lo llamó varias veces al no poder acercarse a la orilla por el terreno cenagoso. Fue, entonces, que lo vio. La figura de un niño, no muy alto, delgado y sólo vestido con un rotoso pantalón y una sucia remera. Inclinado sobre el agua  jugaba con ella. Como haciendo burbujas. Se mantuvo en silencio para pasar desapercibida y miró el cuadro.  El niño elevaba su cabeza y registraba las minúsculas ondas que se multiplicaban a lo largo del remanso. Al sentirse observado, se dio vuelta y, corriendo, se escabulló entre los pajonales. María Marta, sorprendida, llamó a su perro y siguió camino a la escuela.
A partir de entonces, cada vez que podía, se acercaba hasta el arroyo. Agazapada, pudo ver al niño en la misma posición de siempre, haciendo sus mágicas burbujas. Levantaba  su cabeza, miraba los círculos creados hasta que se deshacían en la otra orilla, propagándose  en aros múltiples e interminables. Se hincaba en el piso  y, otra vez con su cara pegada sobre la superficie, soplaba produciendo su juego progresivo en el remanso. Era su dueño. Sobre él escribía  los pensamientos, expresados en la construcción de distintas figuras. Repetía el movimiento una y otra vez y observaba. Hasta el momento de retirarse no hacía más que crear esos círculos perfectos que danzaban hasta desaparecer sobre ese espejo sereno donde el agua aquietaba su curso.
 La escena parecía inocente. Era el juego de un niño y el contacto con su arroyo. María Marta preguntó en la escuela si alguien lo conocía, o a su familia,  justo allí en el recodo del riacho. Si alguien habitaba esa vieja casa que se caía a pedazos. Ninguna  noticia. Nadie sabía nada. Alguien había visto el  rancho abandonado, pero nada más. Se recordaban  historias antiguas pero no  agregaban ningún dato a lo que María Marta había descubierto. Volvía al remanso cada vez con mayor preocupación. El niño, ese ser sin nombre y sin familia, se transformó en  obsesión. Advirtió lo difícil que resultaba acercarse a la orilla, siempre inundada o con el piso blando y fangoso. Más abajo,  donde se angostaba,  las acacias, las enredaderas y el duro ramaje del piquillín impedían caminarlo fácilmente. Deseaba acercarse  a él sin asustarlo. Algo había qué hacer.
Una tarde, a la vuelta de la escuela, con sus hijas tomadas de la mano y cantando a viva voz, el eterno acompañante Robinhú, se detuvo en forma brusca y comenzó a ladrar dirigiendo su mirada hacia el arroyo. Al acercarse pudieron ver una alta columna de humo. “Es el rancho”, se dijo para sí misma y comenzó a correr. Las niñas lo hacían detrás gritando sorprendidas por tanto apuro. Al llegar, el niño estaba ahí, en la otra orilla, de pie, asustado, gesticulando como pidiendo ayuda. Ella, desde el otro lado, intentaba tranquilizarlo con sus palabras. Él parecía no escuchar. Fue entonces, cuando se agachó, metió su cara en la serenidad del remanso y sopló fuertemente dos veces. Levantó su rostro y dirigió sus ojos desesperados a María Marta. Y volvió a repetir los movimientos. Dos veces más. Fuertemente. Y dos anillos comenzaron a trasladarse multiplicándose en el agua hasta llegar a la otra ribera. Y otra onda. Y dos más. Claras en el agua mansa y serena de esa tarde. Grandes, pidiendo auxilio.
¡Mamá! ¡Mamá! Era lo que creía entender María Marta. Entonces, buscó un lugar por donde cruzar hacia el otro lado. Cuando el perro se lanzó, ella lo siguió y comenzó a andar. Resbalando sobre verdín de las piedras y con el agua en la cintura,  logró atravesarlo corriendo hacia el niño. Lo abrazó. Con su pañuelo lo arropó. Le decía cosas, le hablaba. El niño, totalmente asustado, sólo emitía un leve y dolorido quejido. Lo besaba y trataba de calmarlo. Sólo entonces comprendió que  no hablaba.

Luego de un largo rato de estar sentados en la hierba se levantaron. Omar, con sus gestos, le explicaba sobre  su estudio, con sus manos hablaba de sus cosas, de lo bien que se encontraba. Sus ojos se cruzaron con los de María Marta. Y, en medio de esa sonrisa, se agachó, apoyó sus manos en la tierra húmeda y con su cara sobre el agua sopló fuertemente un par de veces. Y, luego, otras veces más.
¡Mamá! ¡Mamá! Era lo que ella entendía. Las lágrimas, que volvieron a  escaparse, no pudieron ocultar su alegría.