sábado, 22 de septiembre de 2012

Textos de las obras premiadas en el II Certamen Literario Nacional del Taller Literario y Asociación Cultural “Espacio de la Palabra” – 2012

Primer Premio Narrativa

Título: El sabor de la vida 

Autor: Gustavo Cavagna

Contacto: lali_gus@hotmail.com

 



El sabor de la vida  

Para doña Ana este es un día como cualquier otro. De haber sabido que la muerte va camino a  su casa se hubiese puesto la ropa de domingo. Ese batón gris con clavelinas blancas que usó para el velorio de su esposo por ejemplo, y no este verde con flores rojas, desteñido, el de todos los días, que según su sobrinita parece tela de mantel.
Como este es un día como cualquier otro se la puede ver por el patio tempranito, en invierno tipo seis, tal como gusta decir cuando le preguntan a qué hora se levanta. En estos últimos años, aunque el invierno ya se le mete en los huesos, no se queda haciendo fiaca hasta las nueve como doña Cristina. Ella sale igual, aunque el sol caliente apenitas la tierra, como para hacer agua la escarcha de la helada. A esta hora el sol tantea el horizonte, y es un augurio que entra a su pequeño mundo como la claridad al cajón de los cubiertos, y los yuyos y la tierra fresca brillan como vajilla de alpaca. Es este augurio, y no el otro, el de su futura visitante, quien guía sus chuecas patas de gallina por el camino que separa la casa de la bomba de agua. Deja el balde de chapa con cereal a un costado de la bomba, y pone otro debajo de la canilla. Ya le cuesta la bomba a mano, le sufren los brazos, se agita un poco, cosas que antes no le pasaban. Igual  sigue su tarea, lleva los baldes por el sendero de ladrillo, y los deja junto al  tejido que separa el patio del gallinero. Abre la puertita de chapa, despacio, con cuidado de no hacer ruido, como para que no se den cuenta las gallinas, y no se le escapen ahora que apenas puede agarrarlas. Cierra la puerta. Acomoda los baldes a ambos lados, y las llama con unos chistidos secos. Entonces salen a las chuequeadas como ella, saltan de los árboles, salen de sus huecos, de arriba de los cajones de madera. Se van arremolinando a su alrededor, chocando con el  batón hinchado de enaguas que a duras penas le defiende las piernas. Sonríe doña Ana mientras desparrama en abanico puñados de cereal, aprovecha ahora que es temprano y duermen las palomas, porque no se animan a lo que queda de la noche, comenta siempre, y rinde más la comida.
Demás está contar, que como a los mortales, a la muerte también  le costó siempre llegar a Paraje Castro. Un lugar de viejos este paraje olvidado de mapas, de señales, un solo cartel oxidado que asoma apenas entre el yuyal en el kilómetro cuatrocientos dos. Le cuesta, la complican los caminos de tierra, los desvíos, y sobretodo esa encrucijada justo después de esa curva, irónicamente apodada de la muerte. Entonces ni ella que casi todo conoce, ni siquiera sabiéndose propietaria de una curva a la que vino tantas veces, aún no se explica como encuentra este paraje casi por casualidad. Llega diez de la mañana. Cuando acá, lejos del mundo y sus cosas importantes, paraje Castro parece tener vida, y salen los primeros perros a dormir al sol. Recién ahora las escobas hacen yunta, y las doñas se acodan sobre ellas en las vereditas de porland a comentar alguna novedad de Garay. Garay es la única ciudad cercana, donde pasan cosas importantes, como el choque a la madrugada por ejemplo, donde la muerte se llevó dos vidas. Charlan las doñas, pasan el tiempo, que acá transcurre lento, como acompañando la modorra que da este airecito fresco de la mañana.
La muerte llega, que no es poco por acá, que hasta es cosa importante en este lugar. Camina ella por la callecita central, que es la más larga, la más ancha, la única del Paraje. No parece tan cruel por estos días, será tal vez porque  no usa esa túnica negra, con esa capucha, y esa guadaña tan pesada e incómoda a la hora de venir a lugares tan apartados. Ahora se la puede ver de vaqueros, camisa a cuadros, y zapatillas, que son más convenientes en épocas como éstas, en siglos como éste, de mucho trabajo. Camina lento. Pasa inadvertida ante las vecinas. No así ante la fina percepción de los perros que la olfatean acostados en la tierra fresca, y solo paran una oreja, esconden despacito la cola entre las patas, y suspiran de alivio ladeando la cabeza luego de ver que se aleja.
Por fin encuentra la casa, es la última de calle San martín, un gran nombre, augurio de pueblo tal vez. San Martín sin número ni seña, o la casa de doña Ana, que por acá es suficiente. La muerte se queda parada en la puerta, como en una especie de rezo, o una ceremonia, o simplemente mirando la austeridad de esas paredes de barro, el techo de chapas pintado de blanco, cubierto de cañas, para espantar la calor, como le gusta decir a doña Ana. Golpea la puerta, como de compromiso tal vez, raro la muerte que acostumbra a llegar sin avisar, sin pedir permiso. Como nadie contesta recuerda que por estos lados se acostumbra a caminar a través del patio de la casa, por un caminito que suele ser de tierra o de ladrillos como en este caso. Rumbo que invita a mirar el patio de tierra pelada, hogar de helechos, rosales, azaleas, y acompaña a entrar a una galería larga que lleva a la puerta de atrás. Este es el lugar en el que se golpea las manos, o se llama por el nombre, o se entra directamente si se es como de la familia. Pero no entra, golpea las manos. Como doña Ana está un poco sorda no contesta. La muerte se sienta en un sillón de mimbre. Entonces le pasa algo, le baja el cansancio por primera vez, siente un desfallecer en los huesos flacos, y cree una ironía esto de que le duela la vida. Se pregunta si será de tanto caminar, tantos años de labor, desde aquella vez que le encargaron a un tal Abel. Piensa en esto de andar haciendo su trabajo en este confín del mundo, insalubre labor que sabe Dios quién haría si no ella.
Le llega un aroma de la cocina, acelga, zanahoria, papa, algo de puerro, apio: sopa, piensa. Entonces no sabe si es por eso de la sopa, si es por el cansancio, por este tenue calor, por ese bucólico paisaje de pinos y nogales, de pájaros cantando entre las nubes de un cielo tan celestial, que en este dolor tan profundo, tan irónicamente visceral, le sucede por primera vez esto de sentirse viva. Piensa en la sopa, no sabe por qué, imagina ese sabor, esa sensación cálida en el paladar. Cavila sobre esa extraña ceremonia de comer que observó tantas veces. Parece descansar, desmintiendo eso de que la muerte nunca descansa, nunca duerme dicen, como se dicen tantas cosas. Pero lo real es que acá, o por el paisaje, o la sopa, o los años, o alguna que otra cuestión menos terrenal, pasa que la muerte, desmintiendo dichos y rumores, se adormece mientras se hamaca en el sillón de mimbre.
Doña Ana saca del aparador de madera dos platos, dos tenedores, dos vasos, una posa fuentes de alambre, y los pone sobre la mesada de cemento. Luego mete el cucharón en la olla enlozada, revuelve y saca, y al punto que sopla apenas prueban los labios. Una pizca de sal entre los dedos lisos, algo de pimienta sobre el anular que va a parar a la olla con un gesto, un chasquido se podría decir.
Repasa las margaritas del mantel de hule con un trapo húmedo. Luego toma los cubiertos y los dispone sobre la mesa, como desde aquella primera vez en que fueron dos, ella y su esposo Alfonso, y luego tres, y cuatro, y luego solo ella. En eso piensa siempre mientras pone la mesa, en Diego y su título de médico en la capital, en Lidia y su esposo Carlos tan buen chico por suerte, y en su Alfonso. Mira la foto de casamiento en la pared. Piensa que aún ahora le gusta el marco ovalado y no el redondo que quería su suegra en esa tarde en que se sacaron la foto. A esta hora él llegaba de la quinta. Aún ahora, después de diez años, le parece escucharlo arrastrando las botas al bordear la casa, su voz rústica llamándola desde la bomba, Anita, Anita, por eso pone dos platos.
Acomoda un pliegue del mantel de hule, acaricia las margaritas, piensa en esa otra tarde, esa en que el médico le dijo que no valía la pena llevarlo a la capital. Seguramente la muerte, que ahora duerme afuera, ni lo sueña, uno entre tantos. Doña Ana sí, ve clarita la imagen de esa tarde como dice a veces, el viaje al sanatorio de la capital, el regreso, las pocas esperanzas, vas a estar bien viejo, qué saben los médicos, qué vas a estar más delgado, si te queda una pinturita el saco, si te parecés a Rodolfo Valentino. Así esperó a la muerte Alfonso, bien vestido, como corresponde. Pero la muerte se hizo esperar, inexplicablemente para la ciencia médica, porque como siempre, no quería venir a paraje Castro. La misma muerte ahora despierta, y en la confusión de éste su primer despertar, no recuerda a qué vino.
A doña Ana se le caen las lágrimas, ahora que está más vieja está más sensible suele decir. Seca sus lágrimas con un pañuelito blanco bordado con hojitas, que luego guarda en el bolsillo del costado de batón. Siente calor, le sube por las piernas, por las várices, le pasa cada vez que se pone así. El médico dice que es una cuestión nerviosa, qué sabe ese, dice ella, qué sabe ese, vamos a ver si llega a mi edad.
La muerte se despereza en el sillón, al tiempo que ella revuelve la sopa. Entonces doña Ana deja el cucharón y camina hacia la puerta de mosquitero. La abre para que entre el aire fresco de la galería.
La muerte recuerda a qué vino. Se pone de pie, camina por la galería, y entra en la cocina. Doña Ana gira con la olla en las manos y la pone sobre el posa fuentes que está sobre la mesa. La muerte observa todo, ve dos platos, y la ve secarse las lágrimas con el pañuelito. Luego la observa servir los dos platos. Le parece entonces sentir el calor del vapor, el aroma del puerro, casi paladea el gusto. Mira a doña Ana sentarse a la mesa, y luego  mirar hacia donde está ella. La muerte toma asiento, y por primera vez se siente presente, y también  por primera vez le tiembla la mano. 



Segundo Premio Narrativa

Título: Al menos hasta las 10

Autor: Eduardo de Navarrete

Contacto: jandro63@yahoo.com.ar

 

AL MENOS HASTA LAS DIEZ

Hace rato que el tren está detenido. Afuera hay niebla y bruma. Esos días en que la humedad perfora los huesos y a la vez sofoca.
Quizá por ser la adormecedora transición entre mediodía y tarde, quizá porque el vagón cobija, nadie tiene apuro. Unos leen el diario, o duermen, otros descansan con los ojos cerrados o abiertos, despreocupados, aprovechando ese momento de sosiego, como sabiendo que finalizado el viaje tendrán que seguir afrontando la vida.
Hay una conexión entre ellos. No impacientarse. Estamos cómodos.
El andén húmedo, desierto, estático. Sólo el movimiento de espinitas de agua cayendo verticalmente del cielo. El monótono ronroneo del tren.
Acomodo la cabeza contra la ventana. El pelo se humedece al tocar el vapor del vidrio. Me sumo a la conexión que se comparte en el vagón. El reloj corre, el tiempo no.
Y separado del mundo en ese recodo, me atacó cierta melancolía impregnada de tristeza, al sentirme tan bien en ese microclima de sensaciones, desentendido de todo, que nunca termine, un presente absoluto sin expectativas. Pura vivencia.
Gris de bruma sobre gris de edificios sobre gris de cielo. El paisaje desenfocado a través del vidrio empañado y cubierto por gotas sin el peso suficiente para deslizarse.
Miro el cartel. Estación Floresta. En realidad dice Floresta, el resto lo agrego yo. Me concentro en él. No le saco la vista de encima. La incrusto sin parpadear; como si quisiera fijar ese momento. No, el momento no; el estado. Que el recuerdo no se limite al cerebro, que la sensación infiltre el sistema nervioso y se memorice corporalmente. Y así permanezco, tan detenido como el andén; ambas atmósferas se fusionan en una unidad. Internalizo el paisaje y su paz. Cierro los ojos.
Cuando me esté por morir recordaré este instante- me dije.
Y me conecto con el futuro. Cuando llegue a él, me conectaré con el pasado. Y le pierdo el miedo. En ese puente salteo la vida por venir; ya estando en él, la que pasó. ¿Qué hay debajo de la línea dibujada por ese salto? No se evoca. Evocaré sólo este pasado viviendo este ahora plácido, y me sentiré como en él diciéndome qué bueno estar en aquel momento, y de hecho lo estaré; y hoy pensando que bueno que aún no llegó, pero sintiéndome ahí. Dos momentos fusionados sin historia, sin nostalgias ni temores en el medio. Será ahora, acá; y hoy, allá.

A los pies de mi mentón, un plano horizontal blanco. Entre cuatro paredes. La de atrás no la veo. Veo la de enfrente, y su intersección con el techo. Sin ventanas ni iluminación ambiente. Sin ciclos naturales de mayor o menor claridad, sólo focos encendidos o apagados. Débiles. Podría ser de día y necesitarse poca luz, o de noche y ser demasiada. No hay tiempo. Excepto por el reloj de pared. Marca las ocho, y me pregunto si de la mañana o del atardecer.
Entre aparatos. Uno pegado a la cama, como una mesita de luz paralela. La verdadera tiene botones que no alcanzo. Un monitor adelante, en ángulo. Vibran unas rayitas blancas. No se si es bueno o malo que oscilen tanto. Distingo cifras, suben y bajan de a oleadas. Me descubro en un espejo que refleja mis parámetros. Uno supone que deberían mantenerse dentro de un rango. Tomo conciencia de que el sistema dinámico no es el que transmiten los libros de medicina: cambios graduales que se deslizan en toboganes y acomodan relativamente quietos entre un techo y un piso. No. Es un movimiento ininterrumpido y frenético. Brusco, desparejo. Salta. Diría caótico.
Entra la enfermera. Siempre parece apurada. Cambia el suero, corre una mesita, trae un aparato, se lleva otro. No examina los monitores. Curiosea a ver si sigo. Intento hablarle. Pero el aire llega hasta mi garganta, la hace vibrar y ahí se estanca, sin fuerzas para empujar la onda acústica hacia afuera.
-¿Es la mañana o el atardecer?
Sigue de largo. Igual deduzco que es la mañana porque su pelo está húmedo.
Acá sólo se fijan en los aparatos. Estoy acá y en ellos. Si cívicamente somos un número, ahora soy valores en sangre, orina, recuentos, temperatura, presión, oxígeno, fosfatos. Si un dato no es el adecuado cambian de aparato, de sala, dosis, pastillas e inyecciones, horarios y frecuencias de pastillas e inyecciones. Yo genero ese despliegue y responsabilidades, soy importante. No, no soy yo. Son los aparatos y los parámetros.
De mis visitantes ya no percibo palabras de ánimo, vas a salir, fuerza, vamos. Se paran al lado callados. No deben saber qué decir. Antes intentaba comunicarme apenas temblequeando los labios. Se acercaban. Pero la onda viajaba desde las cuerdas hasta mis oídos, con el impulso justo para rozar el martillo, el yunque y el estribo. Yo me oía. Desistí al notar que sólo me contemplaban serios y asentían al notar mis labios moverse.
Los médicos les hablan poco y en voz baja. La ciencia respeta ese instinto primitivo de evitar mencionar ciertas cosas, suponiendo que si se las invoca, ocurrirán.
No escuché qué dijeron. Lo imagino. Ya no puedo esperar nada de ellos, excepto que harán lo posible para que siga. Es su trabajo. Por lo demás, renuncian. Los entiendo, pero yo algo tengo que hacer. Mi vida sigue. Limitada pero sigue. Debo encararla acorde a las circunstancias.
Me mantienen, me cuidan, limpian, alimentan; no tengo compromisos ni nada de qué ocuparme. Lo material lo tengo resuelto. Ahora debo concentrarme en lo anímico. Asumir que inicio una nueva vida. Distinta. No puedo evaluarla con parámetros convencionales. Pero es mía. Tengo que encontrarle un propósito.
Me gustaría vivir sin tanto miedo, de la forma más natural posible. Tengo que pensar qué cosas me preocupan y cómo resolverlas. Por lo pronto, me inquieta dormirme a cada rato pensando que en cualquier momento se termina. No quiero ritmos desajustados de sueño y vigilia, desear dormir a cualquier hora temiendo que cada somnolencia sea un mal presagio y cada despertar un poco más de tiempo regalado. Eso no es normal. Normal es estar despierto de día y dormir de noche, sin que el agotamiento tenga otra connotación. Aspiro a una vida normal. A mantenerme desvelado todo el día, aguantar y aguantar el cansancio que tira sin tregua, y que a la noche el sueño se me caiga encima con tanta fuerza que no de tiempo a pensar nada. Eso es lo lógico: se vive de día y se duerme de noche, como cualquiera.
Concentrarme en eso me va a organizar mentalmente. Resistir hasta las diez. Hora de acostarse. Al menos las diez. O las once. Hasta ahí. Pasado un umbral sobreviene la melancolía. Como los que llaman a la radio de madrugada porque están tristes.
Superados los miedos y con la mente ordenada, ahora sí. Inicio una nueva etapa. Es temprano. Tengo toda una vida por delante. Qué me gustaría hacer. Polinesia, Nueva York, Marruecos; viajar por el mundo, disfruto eligiendo destinos. Qué haría si tuviera plata; la compartiría y sobraría. Me imagino conquistando a un amor ideal, armo las historias más intrincadas y novelescas; yo soy el héroe, por supuesto. Qué lindo ser astronauta y vagar entre planetas; el cielo estrellando no debe tener punto de comparación con el que vemos desde acá. Leer la Biblia, el Quijote, Las mil y una noches. Varias veces los empecé sabiendo que los dejaría; planeo retomarlos sabiendo que no los terminaré. Viajar en el tiempo. Presenciar la historia. A Sócrates caminando por las calles. Las caras de los romanos ante los elefantes de Aníbal. Un día cotidiano en la vida de los aztecas. Cómo sería el paisaje donde ahora está mi casa. ¿Un pastizal o una selva? Un hervidero infestado de jaguares y serpientes venenosas.
-¿No se duerme? ¿No tiene sueño?- pregunta la enfermera.
Es que recién son las nueve.
Se despide hasta mañana y se va. Quedo solo.
Aún sostengo los párpados y muevo las pupilas. Los únicos músculos voluntarios que controlo. Los únicos que me interesan. Raro privilegio. O será que hacia ellos canalizo mi voluntad, para corroborar, con los ojos entrecerrados, arden de forzarlos, que pasaron las diez.
Tengo sueño. Mañana sigo.
Aflojo la frente y los párpados se desploman como una persiana rota. Se aflojan las mejillas. Y se produce un efecto dominó en el que cada parte distendida distiende a la contigua, extendiéndose por todo el cuerpo hasta no sentirlo más. Perdí la conciencia un instante. Ahí está de nuevo el reloj, la aguja avanzó un tramo. Vuelvo a cerrarlos. Creo que la perdí de nuevo. Los ojos se hunden a través de las órbitas y aplastan contra la cara interna de la nuca. Arrastraron los párpados consigo. No puedo levantarlos.
El reloj. Marca la misma hora de hace un rato. Deduzco que es un resabio de imagen estampada en la retina. Pero es tan real. O ya no distingo lo interno de lo externo, o el tiempo se detuvo. No interesa saberlo. Prefiero escuchar el silencio. Intenso y confortable. El silencio se convierte en algo que se queda inmóvil, y aprecio la serenidad de esa quietud. Sólo interrumpida por el movimiento de la garúa detenida. Ante el edificio gris, difuso entre la bruma gris, desenfocado por el vidrio empañado. El cartel con el nombre de la estación. Lo miro fijo, no le saco la vista de encima. Cierro los ojos pero la mirada sigue tiesa incrustada en él. El monótono ronroneo del tren.
No tengo apuro en que arranque. Estamos cómodos.
Puedo quedarme así indefinidamente.


Tercer Premio Narrativa

Título: El regreso

Autor: Susana A. Gómez

Contacto: sago812@hotmail.com

 

EL REGRESO

               El tractor viejo y ruidoso estaba dividiendo la tierra en bandas paralelas que se abrían para el sembrado.
            El sol derrochaba destellos anaranjados sobre la tierra caliente y sedienta.
           El hombre tomando un descanso a la sombra del tractor miraba a lo lejos,
siempre miraba hacia allá donde el camino terminaba en un punto impreciso.
Los primeros destellos de luz le hirieron ojos, pero aún así creyó ver una
sombra que se asomaba en el horizonte; parpadeó varias veces, tal vez fuese una visión fantasmal, pero no, la figura que se proyectaba í al comienzo del camino era real.
Esperó... esperó sintiendo que una respiración entrecortada se le había instalado
 en el pecho, pronto tuvo la certeza que era ella, un sudor frío le recorrió la espalda...
          Luego de soportar unos minutos que parecieron extenderse en horas la tuvo frente a él: Hola José- le escuchó decir- Hola, le respondió sin poder mover casi los labios de los cuales salió una voz irreconocible que intentaba parecer displicente:  A pesar del tiempo te he reconocido al instante. Sí José, murmuró ella, fueron siete largos años un tiempo infinito.
Luego de un marcado silencio lleno de palabras mudas y miradas elocuentes, él preguntó:¿De dónde venís ahora? - De lejos, de ninguna parte, fue la respuesta.

El rum-rum del motor se apagó quedando sólo el ruido del viento soplando recuerdos aplastados.   Unos ojos marrones con mezcla de verde oscuro se animaron a descansar en las aguas celestes de la mirada femenina. Finalmente estalló la inevitable pregunta: ¿Por qué Luisa?, ¿por qué te fuiste? cada minuto se me hace más difícil contestar a esa pregunta, respondió ella.
El silencio se interpuso nuevamente entremezclándose con los altos juncos agitados por la brisa mañanera hasta que fue roto por una voz varonil: - Hace calor, tomemos algo fresco.   Caminaron hacia la casa, bebieron agua y se sentaron en los sillones de mimbre que habían nacido con el espacio que presidía la entrada, se hamacaron suavemente cada uno nadando en sus propios pensamientos...
               La voz de Luisa se impuso a la falsa serenidad del momento: ¿cómo están los chicos?, preguntó con timidez - ¿Te referís a nuestros hijos? respondió él - bien, están grandes, son buenos, sanos, cariñosos y te extrañaron mucho, largando un velado reproche- Luisa continuó: -siempre te faltaron palabras José, no sabes cuántas veces imaginé verlos nuevamente . Él pudo por fin hacer la pregunta que había taladrado sus pensamientos:   ¿Fue por otro hombre? - No José, nunca hubo otro, se oyó un suspiro de alivio.- No sé si podrás comprenderme ,trató de explicar Luisa, yo me sentía como enterrada entre el trabajo de la tierra, los niños, la casa, quise aguantar pero no pude- Un día me encontré huérfana de sueños, como un cuerpo que se movía sin alma, añorando otros lugares, otras voces, otros ruidos, embriagada por esas falsas quimeras me fui tratando de escapar de esa realidad que me aplastaba .Pero después, mucho después fue llegando la pena, la añoranza, el remordimiento; mis antiguas aspiraciones se caían como aves heridas, se fueron desdibujando los prometedores y falsos sueños, entonces supe que había herido de muerte al amor. Después llegó la desesperación: - ¿qué había hecho? ¿Dónde estaban mis hijos y el hombre al que aún amaba?. Sé que es tarde, ya no cabe el perdón.....ahora estoy aquí para ver si puedo
abrazar los restos abandonados por mis efímeras ilusiones..
José miraba a lo lejos, buscando ese punto donde terminaba el camino. ... Luisa cerró los ojos, vio unos niños que jugaban dejando oír sus risas: un varón grandecito Santiago, la del medio Lucía una rubia muy dulce parecida a ella y la más pequeña Anita a la que en ese día gris de la partida había dejado dormida en su cuna succionando ese.
chupete enorme que le cubría la pequeña nariz; se fue y no se animó a besarla, sólo la arropó.
         Cuando ella abrió los párpados, vio con sorpresa y miedo que las sombras de unos niños se acercaban, sin prisa, como presintiendo que allí estaba la añorada presencia de la madre, guardada en sus sueños.
     José la tomó de la mano y esperaron llenando el vacío del tiempo, entretejidos como hilos de un telar, atados por el dolor, para vivir en plenitud ese momento de reencuentro y redención..
      Luisa contemplo a través de lágrimas purificadoras, que en el lugar que se extendía entre las sombras de sus hijos y ellos se había instalado la Esperanza .  


Mención Narrativa 
 Eduardo José Borawski Chanes
Título: La solicitada
Contacto:  borawski@uolsinectis.com.ar


 La solicitada                                                                                                                                 

                 - Buenas tardes, don Isidoro.
                 - Buenas tardes, Beto. ¿Qué andás buscando?
El hombre, que había interrumpido su tarea para saludar al recién llegado, volvió su vista al teclado de la computadora. Era para él casi la hora del cierre de las comunicaciones con el diario “La Tarde”, de Buenos Aires, del que era el único representante, agente y distribuidor en Cañada Alegre. Lindo pueblo, tranquilo, “pujante población de la Provincia” según  las autoridades, pero con poco progreso evidente, porque, como decía la partera del lugar, se venía pujando desde hacía años y, vaya a saber por qué, nunca  pasaba nada.
- Disculpame, Beto, que no te atienda mejor, pero estoy apuradísimo. ¿Qué te trae por acá, muchacho?
- Vengo por una solicitada, don Isidoro. ¿Cómo es ese asunto?
- ¿Vos querés publicar una solicitada?, dijo el hombre. Si es así tenés que decirme para cuando la querés, porque sale de un día para otro.
- Yo quiero que me la publiquen enseguida.  Es que me voy del pueblo, ¿sabe? Mañana salgo en el micro de las siete de la mañana. Y quiero darme un gustito antes de irme.
- Mirá, si es para mañana me tenés que dar el texto… ¿me entendés? O sea, escribirme lo que querés que salga publicado. Ahora estoy cerrando mi comunicación de hoy  con la Capital. Les mando todo por la computadora, y ellos ya se ponen a escribirlo enseguida. O sea que mañana vamos a tener acá, en el diario, lo que yo les estoy mandando ahora.
- Vea, yo escrito no tengo nada, pero sé lo que quiero poner. ¿Por que no me lo escribe Vd.? Yo se lo digo y Vd. lo manda. ¿Cuánto puede salir?
- Te va a salir… más o menos… algo así… poco más de tres pesos la línea. ¿Sabés? El renglón cuesta, a ver… tres con sesenta. Es un poco caro, pero viene con recuadro y título en negrita. Como éste de acá. ¿Ves?
- Y bueno, metalé.
- Mirá que no tenemos mucho tiempo. Si vos me dictas, yo lo voy mandando, porque, si no, no llegamos. Estamos sobre el cierre. No tenemos tiempo para correcciones. Como me lo dictás, sale. ¿Estamos?
- Usted apunte, don Isidoro, que ahí va:
SOLICITADA para todos los vecinos de Cañada Alegre. Acá les habla el Beto Menéndez,   el  hijo de  la  finada  doña   Atanasia,  de  la  quinta de la  entrada, como  yendo para la estación. El que apunta es don Isidoro, de la agencia del diario “La Tarde”, al que le pedí que vaya escribiendo al mismo tiempo que le dicto, porque él tiene más práctica. ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Que les habla el Beto. Eso ya lo dije: tacheló.  Que lo tache. Eso. Bueno. No tengo ni tiempo ni ganas de  despedirme, pero esta vuelta sí -aunque no lo crean- tengo unos pesos en el bolsillo. Y antes de irme para siempre -porque no pienso volver más- les voy a decir algunas cosas. Primero que se acabaron para mí los tiempos de pobre: así como lo oyen. Bueno, ponga “leen”. Ayer vino mi primo, el Luis, el que se fue a vivir a Mar del Plata. Vino, digo, y no va y me dice que se había comprado un remise y estaba trabajando a lo pavote en la Perla del Atlántico. Me dijo que no daba abasto y que necesitaba un ayudante y que había pensado en mí, y que si yo estaba de acuerdo que me fuera para allá que me iba a pagar un buen sueldo. Y yo acepté. Porque no es vida ésta que estoy pasando en el pueblo. Nadie me da una mano para progresar, lea. Trabajando en la quinta del Marcial, el tipo me paga cuando quiere, no me alcanza para nada, él se embolsa toda la plata y a mí me da sólo para la comida y algunos vicios como ser cigarros y un café los domingos para ver el partido en lo del bolichero Atanasio. Ya que viene al caso le digo al hombre que yo lo he visto como hace el café, que lo recalienta todo y la borra no la tira nunca, porque dice que siempre con agua caliente puede sacarle algo de color. Por este medio le digo que los veinte pesos que le debo que se lo vaya a cobrar a otro. Y de paso que sepa que a su hija la menor la vieron los otros días saliendo de entre los maizales meta reírse y arreglándose la pollera, y al ratito asomó la cabeza el pelado Santillán, que le anda arrastrando el ala mientras ella está noviando con el dependiente de la estación.”
- ¿Dónde iba? Ah, sí. Siga apuntando, don Isidoro. “La cuestión es que mi primo me adelantó unos pesos, me compré algunas pilchas, saqué pasajes para Mardel, como dicen  los puebleros, y con la plata que me sobró me dije que tenía que sacar esta solicitada para que este pueblo sepa lo que pienso. Y ya nomás les estoy diciendo que la enfermera Sofía da las inyecciones con agujas usadas a las que le saca punta contra la mesada de la cocina, las hierve en la lechera, y después las pone otra vez en el envase y cuando va a casa de algún paciente se pone de espaldas al candidato al pinchazo diciéndole que es para que no se impresione, pero la verdad es para que no se vea lo que hace, y  de  paso  le cobra  el   material   descartable  pero  que  no  descarta   nunca,  y a los que se dan cuenta les dice que  es material  extranjero y difícil de oxidar.  Para el delegado municipal también hay, porque vayan sabiendo que el viejo hace figurar en las papeletas a su  yerno como  peón de  obras viales, y el  candidato en su  vida usó una pala o un pico. Miento: al pico lo usa para mandarse sus buenos “ferneses” que se toma en el Club Social El Remanso, y que después hacen figurar como gastos de mantenimiento. ¿De qué mantenimiento me hablan si el loco apenas puede mantenerse en pie?
Y a la maestra de quinto, la Beatriz,  también le tengo que decir algo: yo la vi una vuelta cuando el Florián Bustos le llevaba unas gallinas a su casa y después el Gustavito Bustos pasó de grado, y todos sabemos que es un burro y no le da la cabeza, que lo único que sabe es salir con la honda a romper de noche los vidrios de las casas  desocupadas.    Y  de   algunas  ocupadas  también.  Sí,  esa  es  la  Beatriz,  la  que  de  chico  me  decía  “el atolondrado” y hasta ahora en el pueblo me llaman así.
No, si yo acá les voy a decir más de cuatro verdades. Después me voy y no vuelvo más. Así como lo escuchan, porque soy un hombre de palabra. Y Vd., don Isidoro no me cargosee con que esta solicitada es larga, porque tengo plata en el bolsillo y le voy a pagar como que me llamo  Beto Menéndez, Documento Nacional de Identidad 32.892.716. Y siga apuntando así como se lo voy diciendo.
Al cura también lo voy a deschavar. El hombre, muy curita y todo, pero me dijo alguien que no quiero nombrar (el sacristán para más datos) que los viernes a la noche va al club y allí se arman con el Comisario unos partidazos tremendos de truco, que dicen que es por porotos, pero después cambian los porotos por billetes. Si no, ¿para qué quieren los porotos? ¿Para un guiso? Y se juntan allí todos los ricachones del pueblo y hasta va don Servidio, el notario. A él no lo vieron jugar nunca porque tiene ganada fama de amarrete,  pero va por las dudas alguno quiera hipotecar algo para seguir la partida. Y no me voy a andar achicando: para el comisario también hay, porque sabemos muy bien que  cuando prometió que transformaría en VIP su dependencia, le creímos y después no va y manda llamar a los pasadores de quiniela del pueblo y les dice que, para cumplir con lo prometido, para transformarla en VIP había que “Venir Y Ponerse”. Ahí está.
Y ya me estoy calentando, loco. Y todo esto me lo pone en una hoja  completa y con letras grandes.  ¿Qué se están creyendo?  Me voy para Mar del Plata y no me van a ver más el pelo. No se salva uno del pueblo. Están todos cortados por la misma tijera, manga de atorrantes. Me acuerdo muy bien de todo, sí. Como la vuelta que don Jalil me vendió ese par de alpargatas que no me duraron más de una semana y cuando le fui a reclamar me dijo: ‘Ah, ¿vos la querías para trabajar?’ ¿Y para qué, si no? ¿Para dominguear? Y al tiempo me vengo a enterar que había comprado una partida fallada y que después  embromó a todo el pueblo, menos al vasco Izurrimateaga que  cuando le fue a reclamar lo levantó por el aire y el turco se asustó y le cambió las alpargatas por dos cajas de espirales y una caña de duraznos para la señora. Turco Jalil, sos un ladrón y ya no me importa que seas el único almacenero del pueblo. ¿Y cómo sabías que a la mujer del vasco le gustaba la caña de duraznos, eh?
Y para los del equipo de fútbol del club “Once de la Cañada” también hay. ¿Ah, no? Si son unos maletas, que cuando tenían que jugar contra los  veteranos de la comisión de Desarrollo, quisieron coimear al referí Tancredi con un lechón, y el tipo casi agarra si no fuera porque se le adelantaron los otros, que  le ofrecieron un teléfono celular y el número de la Gladys, la hija del negro Chamorro, el  de la panadería, que hace copas en el bajo de la Capital, y no trabaja precisamente en una cristalería.”
- ¿Hasta acá cuánto vamos?, preguntó  el Beto.
- Calculale mas o menos doscientos setenta pesos.
- Bueno, don Isidoro, vamos a ir cerrando porque se me hace un poco salado.
-Y a mí un poco tarde. Terminá de dictarme.
- Bueno, ahí va: “Yo me tengo que ir, y me voy con gusto de no tener que verles más la cara. Este que les habla, que no tenía donde caerse muerto y trabajaba en el único lugar que le habían dado un conchavo, y que le decían “el atolondrado”, se va para Mar del Plata a trabajar de remisero. Y no vuelvo más. Chau. Son todos un montón de mala gente. Y no digo otra cosa porque puede haber chicos leyendo. Ojalá que les venga una sequía”. ¡Ahí está! Terminé, don Isidoro. Cobremé.
El comerciante le hizo una factura, le cobró, le dio el vuelto, se volvió hacia el teclado de la computadora, apretó un botón que decía “enviar”,  y apagó la máquina. En  ese  preciso  momento un  chiquilín,  el  hijo del dueño del locutorio,  llegó corriendo a la agencia, y dirigiéndose al Beto Menéndez, le dijo:
- Beto, mi papá recibió un llamado de tu primo Luis. Dejó dicho  que te avisaran urgente que le robaron el remise, que no lo tenía asegurado, y que lo que te había ofrecido queda en la nada. ¡Ah! Y después dijo que le vayas devolviendo lo que te prestó, que lo anda necesitando.
Al “atolondrado” bien podían llamarlo ahora “el camaleón”: había llegado pálido, se fue poniendo rojo y, finalmente, la noticia que había recibido lo volvió a su tono inicial. Sin saludar salió de la agencia caminando muy despacio, apretado contra la pared y mirando para abajo. “Después de todo”, se dijo, “el pueblo tiene sus cosas pero se vive, es como la casa de uno.” Aunque pretendía llevar la mente hacia otros lugares placenteros, su imaginación lo conducía inexorablemente hasta el día siguiente, cuando todo lo que acababa de decir en la agencia se leyera en el diario. Desesperado pensó publicar otra solicitada, diciendo esta vez que lo que había salido en el periódico era una broma. Pero lo dicho, dicho estaba, y de la forma en que había hecho la macana, no había manera de arreglarla.
Así que fue hasta su pieza, cargó las pocas cosas que tenía en una mochila y un bolso, comió un sándwich de mortadela que había comprado por el camino, y se acostó. La mañana lo recibió sin que hubiera podido pegar un ojo. Se preparó unos mates, y se fue caminando con los bultos para la terminal de micros. Al rato estaba viajando rumbo a Mar del Plata. Prudentemente decidió bajar en Dolores dispuesto a iniciar otra vida, a mitad de camino entre Cañada Alegre y la Perla del Atlántico, entre “el atolondrado” y “el remisero frustrado”. Sabía que había algunas cosas que olvidar,  otras que superar y algunas, por el momento, que esconder. En cuanto pudiera se haría cortar el pelo bien cortito, se dejaría crecer los bigotes y, llamándose Roberto Andrés Menéndez, se daría a conocer como Andrés. Por las dudas. Y eso estaba bien: aunque no era jugador, pensaba con acierto que, habiendo perdido escandalosamente la partida anterior, a  su edad la vida aún daba revancha.- 


Mención narrativa
Título: Claridad

Autor:Martha Valiente

Contacto: puertopegaso@gmail.com




                                                CLARIDAD
                                                                       “Hoy es siempre todavía” -  Antonio Machado 
                                                                 
Clarita hace muñecas.  Las fabrica con trapos de colores, rellenas de algodón.
Tienen piernas largas como de bailarina y el pelo rojo o amarillo, hecho de lana trenzada.
La conozco desde que nació, cuando yo hacía mi residencia en el Hospital Maciel, antes de recibirme de médica. 
Clarita cumplió dieciséis años la semana pasada y vive en el Cantegril* del Cementerio del Norte, con su madre y dos hermanos menores.  El padre desapareció hace tiempo, y el hijo mayor, que debe andar por los 19 o algo así, se hizo policía y lo mandaron al interior.  La última vez que pregunté por él,  supe que estaba en Tacuarembó y que les escribía regularmente; también les mandaba dinero de vez en cuando.
No sé si conocen el barrio; yo vivía por ahí, a unas quince cuadras subiendo por Ramón Márquez.  La Gruta de Lourdes, que está justo a la entrada del cementerio, al costado de la capilla,  era en ese entonces un lugar de peregrinación popular.  Yo solía visitarla con mi madre, cada año, mientras vivió.  Comprábamos flores y las dejábamos en el altar de la Virgen, donde  encendíamos una o dos velas; a mamá nunca le faltaban problemas que encomendarle, propios o ajenos.  
En esa época yo trabajaba, además, en un dispensario móvil que circulaba por esa zona y otras marginales para cumplir con el programa de vacunación, atender consultas urgentes, enseñar primeros auxilios… En una palabra, para tratar de compensar tanta carencia, al menos con respecto a la salud.  La verdad es que no hay médicos suficientes, o los que hay, no están para atender a los pobres.
En el dispensario conocí a la madre de Clarita, que en esa época estaba embarazada de ella y no llevaba aquel trance nada bien. No sólo era demasiado joven: tenía ya una criatura, estaba débil y además, aunque todavía vivía con el marido, las palizas que él le daba se le veían por todos lados.  La pobre mujer decía lo mismo, más o menos, que todas las víctimas de violencia: que la culpa la tenía el alcohol, que su esposo la quería y le había prometido que ésa era definitivamente “la última vez”. Mentira: nunca hay última vez para la violencia, a no ser que te maten.
Clarita nació en el Maciel, sana pero sin piernas.
Era una beba muy buena, muy tranquila.  Yo la visitaba seguido en la sala de recién nacidos; estaba medio obsesionada con la chiquita.  Imagínense qué  tragedia venir al mundo con semejante deformidad  y, para colmo, en una familia tan complicada y tan pobre.  La madre la adoraba; era conmovedor ver la ternura con que abrazaba a esa criaturita que a mí me dolía tanto: me parecía que estaba rota, como sin terminar.  Un ser humano a medias, no sé si me explico.
La madre sí la quería.  En cambio, el padre lo único que hacía era llorar cuando iba a verlas.
Las muñecas de Clarita se ríen con los ojos cerrados o abiertos, las cejas dibujadas con un medio círculo o en forma de techo a dos aguas; se ve que están felices.  Porque se ríen, pero además porque bailan, sacudiendo alegremente sus piernas tan largas de trapo.
Después que nació ella, sus padres siguieron viviendo juntos un par de años más.  Yo estaba bien enterada por mi trabajo en el dispensario; la madre la traía a la nena para que la revisara y le diera todas las vacunas.  Ella vivía para esa hija, aunque se sentía cada vez más aislada dentro del barrio: los vecinos parecían creer que era contagiosa la deformidad de Clarita y eran pocos los que todavía se acercaban con intenciones de ayudar.
Ya saben, no hay contagio peor que el de la ignorancia, ni peor peste que la superstición.
Como sea, la nena creció y después que nacieron los dos hermanos menores, normales y sanos, fueron éstos, desde muy chicos, los que me la traían para que la revisara.   Después, lo de costumbre: el padre se hizo humo.
El Cantegril del Cementerio del Norte creció, enorme, e invadió la zona como una plaga para la que todavía no hay veneno.  Yo decidí mudarme más cerca del hospital.  También dejé de trabajar en los dispensarios, aunque seguí en contacto con algunos de los vecinos del barrio; venían a tomarse la presión conmigo, o a pedirme algún medicamento de los que siempre tengo reserva, muestras gratis, ya saben, que me traen los visitadores médicos.
Por unos años me perdí de vista, pero una tarde, al llegar a casa como a las seis, me tropecé con la madre de Clarita: andaba pidiendo botellas, cajas de cartón, o lo que fuera que no necesitara.  No la reconocí al principio, sobre todo porque con ella había unos muchachos mal entrazados que me distrajeron.  Yo no me asusto así nomás, créanme, pero en los tiempos que corren, es mejor ser precavida. 
¡Qué emoción cuando vi quién era…! La invité a pasar, pero no quiso.  Me presentó a los hijos, esos dos grandotes que venían con ella, y me contó que Clarita estaba bien, que se las había arreglado para hacer los primeros años de escuela, que andaba en una silla de ruedas que heredó de una vecina vieja, otra inválida que yo también había atendido.
Sigue siendo tan buena, tan linda, se ocupa de todo en la casa.  Es mi razón de vivir, dijo.  Se le llenaron los ojos de lágrimas y yo me di vuelta para disimular, con la excusa de ir a buscarle lo que me había pedido.  No sé qué le habré dado,  pero se lo llevó como si fuera un tesoro.  Y después se fueron, ella arriba del carro y los hijos empujando. 
Lloré sin parar un buen rato.  Fue ahí que me decidí a visitarla.
Clarita, que ya es adolescente, ¿se los dije, no?, hace estas muñecas maravillosas que iluminan como soles, que  calientan y embellecen los rincones de su casa.   Es una muchacha preciosa, o lo parece cuando uno le mira esos ojos brillantes o escucha la voz límpida con que te va contando los detalles de su mínima vida, como si fueran un lujo que ella pone a tu disposición.
Mientras tomábamos mate, en la cocina que de tan limpia no alcanza a ser triste, me contó que ahora su proyecto es vender muñecas en la feria.  Las últimas que hizo tienen cintas de seda de color alrededor de las piernas, cofias con lunares y blusas con puntillas.  Y hasta faldas de bailarina, hechas de tul blanco, rosa o celeste. 
Clarita tiene la ilusión de terminar la escuela, dice que le gustaría ser maestra artesana.  Con lo que gane en la feria, piensa comprar otra silla para poder ir y venir del nuevo colegio, ése que inauguraron del otro lado del Cementerio del Norte.  Quiere ser independiente, dice.  (Si la hubieran escuchado, como yo, no le tendrían lástima.)
Al despedirme, le prometí ir a visitar el puesto de la feria donde exhibirán sus muñecas largas y felices.  Y la abracé, con la esperanza de que me transmitiera, no sé cómo, la alegría misteriosa, la felicidad suprema con que sabe moverse en este mundo, sin haber aprendido nunca a caminar en él.



Mención narrativa
Título:El premio de esa mirada

Autor:José Oliva

Contacto: joliva54@aol.com

El Premio de Esa Mirada


Jairo Restrepo sintió como la traspiración le bañaba todo el cuerpo. El corazón le martillaba con fuerza y la respiración se le hacía muy dificil en ese ambiente opresivo, de aire viciado. La ropa se le adhería a la piel limitando sus movimientos, los anteojos se le empañaban y el pelo bajo el casco se le pegoteaba al cráneo, goteando profusamente de los mechones que se escapaban por toda la cara. Todo eso lo fastidiaba sobremanera. El fino polvo con arenilla estaba presente en todas partes. Se metía por todos los recovecos del cuerpo, se pegaba a la piel húmeda en un emplaste gris que impedía la libre respiración de los poros y había que escupir a menudo para desalojarlo sólo parcialmente de la lengua y los dientes.
Cerró los ojos enrojecidos por la imflamación y con rigor se impuso concentrarse en su tarea. Todas estas sensaciones desagradables que experimentaba su cuerpo eran un serio obstáculo entre la plenitud de sus facultades y la consecución de su objetivo. Supo que debía blanquear su cerebro de toda intención de pensamiento que no fuera su tarea. Y lo haría. Lo había hecho muchas veces antes y este no iba ser el día en que empezara el declive de su autocontrol profesional. Permaneció unos segundos más sin abrir los ojos. Con sumo cuidado de no golpearse en el reducido espacio lleno de aristas filosas, sacudió ligeramente la cabeza para ahuyentar toda interferencia de incomodidad fisica. Cuando volvió a abrir los ojos, estos tenían un renovado brillo de resolución inclaudicable.

Claro que no siempre había sido así. Una veintena de años antes, Jairo se encontraba sin rumbo alguno en las calles de su Barranquilla natal. Uno de tantos hijos de una familia muy pobre, había reclamado la calle a muy temprana edad y había visto muchas cosas, casi todas malas. A los siete años  deambulaba por la ciudad con su hermano Wilmar, apenas dos años mayor, en busca de algunas monedas para sobrevivir con lo mínimo indispensable. Dormían donde los sorprendía la noche y vestían  lo que la caridad ajena les ofreciera, sin distinción de talles. Jairo era un corcho a la deriva en la marea de la vida, sin destino fijo, sin voz ni voto para elegir y  sin mucho más ánimo que no fuera el necesario para  tratar de llegar al día siguiente.

Acostado sobre el pedregal, con gran paciencia y mucho cuidado sacó de su pequeña mochila un aparato electrónico para medir espesores. Lo aplicó a la barrera de concreto que tenía adelante y después de lograr una lectura, decepcionado, lo devolvió lentamente a su estuche. Por allí no podía ser. Debería intentarlo nuevamente por otro sitio.
Salir era infinitamente más dificil que entrar. No había otra alternativa que ir cuerpo a tierra marcha atrás, tanteando con los pies cada obstáculo a sortear, muy lentamente. Después de una media hora, emergió trabajosamente de la diminuta grieta, se sacudió un poco el polvo hasta quedar envuelto en una nubecita cenicienta y se sentó unos minutos a recobrar el aliento y replantearse la situación.
Ese había sido el tercer intento en vano en este lugar particular. Horas de arrastrarse, decidiendo sobre la marcha qué barreras podría franquear y cuáles no, siempre arriesgándolo todo. Tomando una u otra dirección, cuando ello era posible, confiando puramente en su sentido de orientación, pero más aún en su instinto. Pero así era este juego que exigía un alto grado de tozudez. Mientras se hallaba sentado, sumido en sus pensamientos y bebiendo agua de una botella plástica a pequeños sorbos, uno de sus compañeros se acercó por detrás y le dijo mientras le posaba una mano paternal en el hombro:

- ¿Vas a intentarlo de nuevo, verdad cabrón?
- Claro, no creo que tenga mucho tiempo más – replicó Jairo sin levantar la vista de sus botas.
- Recuerda que sólo tu lo oíste. Nadie más. Trata de no malgastar esfuerzos. Te necesitamos en todas partes.
- Descuida viejo. He aprendido a confiar en mi oído. Un rato más y me uno al resto del grupo.
- Ya, pero cuídate ¿Sí? – Y con esto el hombre se alejó entre las ondulantes colinas de escombros.

Cuando su hermano Wilmar cedió a la creciente tentación de unirse a aquella pandilla, quizás para sentir que pertenecía a algo, quizás para escapar de los dudosos beneficios de la mendicidad diaria, Jairo se sintió muy mal. Nunca nadie se había tomado el trabajo de explicarle nada, pero él  intuía que nada bueno podía salir de esa decisión. Tres meses más tarde, con su querido hermano muerto a balazos en un enfrentamiento callejero y teniendo que esconderse en los lugares mas insólitos para evitar represalias por la sola complicidad de su sangre, Jairo vió hecha realidad su premonición, mientras huía lejos, a cualquier lugar y se sentía más desolado que nunca.

Procedió a ordenar prolija y metódicamente su equipo, rodeó varias veces el lugar, caminando muy despacio y escuchando atentamente, buscando por donde diablos intentar un nuevo acercamiento, hasta que vió un pequeño hueco negro no mayor a veinte centímetros de diámetro, que no había notado en su apuro previo. Se arrodilló frente a la abertura y recordó que su negrura interior era un buen signo. Significaba algo de espacio vacío detrás de aquella inmensa cáscara de escombros. Cambió las baterías de la linterna fija en su casco y con unas pocas simples herramientas de mano comenzó a agrandar paciente y cuidadosamente el hueco.
Primero pudo introducir la cabeza y lo que pudo ver lo incitó a seguir. Había trozos de vigas de hierro y concreto cruzadas en todas direcciones con varios pequeños espacios vacíos entre ellas, todo cubierto por encima con toneladas de mampostería, chapas , metal retorcido  y mobiliario despedazado.
 Trabajó con aplicación por otros veinte minutos hasta que pudo meterse en el hueco hasta las caderas. En ese punto la tarea se le facilitó un poco. Pudo progresar con una relativa mayor velocidad, internándose más y más en el corazón de esa montaña artificial, serpenteando, zigzagueando por donde le era posible, palmo a palmo hasta que su única conexión con el exterior fué la cuerda multicolor, que a modo de cordón umbilical, tenía sujeta a la cintura.
Otra vez sintió como el sudor le empapaba la piel. Era inevitable. El pungente olor de su propia traspiración mezclado con la alta carga de adrenalina le llegó nítido a la nariz polvorienta.
Se detuvo unos instantes para tragar unas bocanadas de aire enrarecido que le permitieran oxigenar un poco sus músculos doloridos. Aprovechó este alto para evaluar la situación, pués nunca había imaginado que pudiera internarse tan profundamente en sólo – miró de reojo su reloj – treinta y ocho minutos.
Mientras descansaba unos instantes con el  pecho pegado al pedregullo, hubo un instante de silencio total. En ausencia de cualquier otro indicativo vital que no fuese su entrecortada respiración, pudo distinguir otra vez el lastímero suspiro, amplificado en sus oídos entrenados para detectar cualquier síntoma de supervivencia.

Su salvación, hoy comprendía, había sido dormir esa noche bajo el pórtico de aquella vieja capilla de barrio. Al despuntar el sol al día siguiente, fue encontrado por el cura párroco acurrucado en un oscuro rincón, cubierto por unos trapos sucios. Por quién sabe qué motivo, el padre Victorino decidió adoptarlo bajo su tutela y protección. Por suerte nunca le demostró lástima alguna, sólo le dió atención. Y atención era lo que Jairo venía necesitando desde su nacimiento. Después de ocuparse de sus carencias más urgentes, el padre le proporcionó una educación básica. Fue exclusiva decisión de Jairo estudiar medicina para especializarse en salvataje de emergencia. Sus conocimientos en la materia, su contextura pequeña y delgada y el temple de su espíritu, le habían asegurado después un destacado espacio en el grupo élite de respuesta rápida a desastres naturales colombiano. Cada vez que lograba salvar una vida, le escribía una misiva llena de alegría y entusiasmo al padre Victorino, quien orgullosamente había compilado una especie de álbum de la esperanza, con todas las cartas recibidas de su protegido.

Jairo contorsionó su rostro en una mueca incierta, mitad sonrisa, mitad sollozo. Se repuso casi de inmediato pués sabía que no podía perder un sólo instante. Siguió reptando hacia adelante con mucho más entusiasmo pero siempre con infinito cuidado. Su concentración ahora era absoluta. Al llegar a un gran bloque de concreto que le impedía parcialmente el paso, apuntó el ténue haz de luz a una fina, alargada grieta situada en uno de sus lados. Contuvo el aliento y observó con éxtasis como el polvo que flotaba en el reducido ambiente se alejaba de la abertura en su dirección. Prueba convincente de respiración del otro lado del cemento.
Sin desesperarse, con una fría calma adquirida por la experiencia y el arduo entrenamiento, que hasta a él lograba irritarlo muy íntimamente, sacó un diminuto gato hidráulico y se dispuso a mover el bloqueo que se interponía entre su persona y quienquiera que estuviese del otro lado.
Esta era una tarea extremadamente delicada y peligrosa. Un error de cálculo. Una apreciación equivocada del entorno o un falso movimiento y toda esa precaria caparazón externa sobre sus cabezas se desplomaría, aplastándolos irremediablemente. Jairo posicionó el artefacto con sumo cuidadoy precisión. Hizo accionar su mecanismo muy lentamente y el bloque de concreto comenzó a desplazarse con un chirrido quejunbroso milímetro a milímetro, dejando caer en su recorrido solamente unos pocos guijarros y bastante polvo.
Se detuvo un momento. Apuntó el tallo de luz hacia la abertura agrandada y una vez más fue llamado a sentir esa familiar sensación indescriptible de triunfo, única e inigualable que podía inundar su mente y su cuerpo por días y semanas enteras. Una pequeña cabeza infantil de pelo ensortijado, casi totalmente cubierta de polvo gris, giraba apenas en su dirección. Al abrirse sus párpados, unos ojazos negros exhaustos, pero repletos de ganas de vivir, clavaron su intensa mirada suplicante en el rostro radiante del rescatista.

Primer Premio Poesía

Título: Encendida y silvestre

Autor: Silvia Rodriguez

Contacto: ro.silvia@yahoo.com.ar

 

Encendida y silvestre
palpitante
                                     la esperanza
su mirada puesta en el futuro
y en el azul laguna de tus ojos
Tal vez vaya al encuentro
del sol amanecido
y justo al alba
                         fuguen las sombras
       de mi centro
          refugio
           nido
En la aurora prometida
tenderé la piel
                        sobre mi mesa
acaso mañana
                        sea posible el pan
quizás modele en barro
el cáliz de tu vino
y celebre el viento
que impulsa el vuelo de mis
                                             sueños

Segundo Premio Poesía

Título: Sucediendo esperan (los esperadores)

Autor: Julieta Martínez

Contacto: martinez.lic@hotmail.com

 

SUCEDIENDO ESPERAN (LOS ESPERADORES)

Esperan…
Esperan (sa)biendo que quizás no, pero esperan.
Sin saberse sabedores de la espera saben saberla
y esperan (sa)bios sin saberlo ni saberes
Sospechando que sí, dudando que no, creyendo esperan (sa)liendo de ellos y de ahí.
Esperan (sa)cudiendo sus desesperanzas,
acudiendo a sus desesperaciones o a las esperaciones ajenas.
Desesperando de a ratos esperan (sa)lvavidas de ahogos,
brazeando una espera (que ve la orilla, pero no llega)
Esforzándose esperan (sa)cando fuerzas de dónde no hay.
Con y sin fuerzas, con y sin yapas, con pesares con peso sin pesos,
esperan (sa)lvando alegrías de la lluvia, de los vientos, de los tiempos…
Riendo esperan (sa)lvajes salvadores de la risa
que desesperanza la desesperación hasta aniquilarla.
Esperan (sá)bado tras día, tras otro.
Esperan (sa)batidades que les llegan los miércoles.
Desesperan (sa)bandijas que esperan (sa)boteándole fiesta a la rutina
y rutina al imprevisto
Desesperan (sa)cudidos cuando esperan (sa)cudones menos fuertes
Y a veces sucede, que acuden dones sin sacudones (y valió la espera).
Esperan (sa)piencias, esperan ( sa)lidas,
Esperan (sa)zones, razones, señales…
Esperan (sa)naciones, sanidades, anidades, mariposas
Esperan (sa)ldos, liquidaciones, vueltos, que no sean en contra ni en monedas.
Esperan (za)fando de la desesperación.
Desesperanzados andan esperanzándose según pueden
Esperanzados, esperanzantes, esperadores, esperanzadores…
Los dueños de la espera alquilan esperanzas, subalquilan esfuerzos
Los dueños de la espera nunca se pierden
porque esperan (za)pateando el frio, la desilusión, el miedo…
Los dueños de la espera no se mueren.
Esperan (za)pándole música a este griterío.
Esperan (za)njeando penas y penurias.
Esperan (za)rpando vida de dónde sea y no se mueren, ni de pena, ni de frío.
Los dueños de la espera se mantienen vivos por la espera sabia.
Los dueños de la espera saben y esperan.
Esperan (sa)biendo que va a suceder
Esperanza viendo que va a suceder
Esperan (sa)biendo esperanza viendo esperanza
Esperanza que los sucede y mientras los suceda va a suceder…



Tercer Premio Poesía

Título: Sala de operaciones

Autor: Sergio Guerrieri

Contacto:diagonalesliterarias@hotmail.com

 

Sala de operaciones                                                                               


Estoy sentado en el comedor del hospital.
Hace una hora que dibujo un círculo
alrededor de cada pequeña flor del mantel.
Ya es tiempo de comenzar a unirlos, pienso,
planificar el laberinto de pétalos amputados,
el ramo que podría regalarte
cuando obtuviera mi primera respuesta.

Hace frío a pesar de que el clima es cálido.
Las flores cortadas son unidas entre sí
por líneas dirigidas de un planeta a otro,
diminuto Universo personal, silente mandala.
Él también gritaría pidiendo explicaciones:
¿quién es Dios, ahora que he configurado
una nueva totalidad para esperarte?

Una rama cercana al vidrio de la ventana
se mueve por el viento,
deja que un parche de sol se pose sobre mi mesa.
Este es nuestro mapa, amor mío,
nuestra señal de luz hacia la esperanza,
una llave revelada por la naturaleza,
jardín alimentado por alguna constelación
                                      que nos pertenece.



Mención Poesía

Título: Esperanza

Autor: Guillermo Santos Ledri

Contacto: guillermoledri@gmail.com

 

                                 Esperanza


   ¿ Qué les pasa, Señor, a esos humanos
que extraviaron la luz en el camino,
es que acaso tu rezo peregrino
y tu muerte en la cruz, han sido en vano?

   ¿ Qué les pasa, que ciegos, en sus manos
esgrimen intereses tan mezquinos,
sembrando con desdén y desatino,
las semillas del hambre en sus hermanos?

   Sólo sé que me queda la esperanza
de verlos redimidos en bonanza,
pues tu luz sigue estando en el sendero.

   Yo la vi en un milagro esta mañana,
al ver en el jardín, con cuántas ganas,
se vestía de blanco el jazminero.


Mención Poesía

Título: Una ilusión peregrina

Autor: Beatriz Benjamín

Contacto: benjaminbeatriz@gmail.com



UNA ILUSIÓN PEREGRINA  

                                                       Otra vez…
Se descalza el milagro.
Será bálsamo
en el minuto siguiente al mañana /
cuando santos de papel
y rosarios al cuello de pájaros huérfanos
se amontonen… en un andén
de baratijas y billetes de lotería.
Sueños que dormitan
sobre los clasificados de un diario /
o despiertan la ira
acorralando anhelos.
Nuevamente…
El cansancio trepado a los techos
de un tren que devora
un paisaje apresurado
de verdes
y nubes ignoradas…que se alejan del silbido.
Aún así…La esperanza
como peregrino…
anda de vagón en vagón
en un atardecer que convoca
un cielo asolado.



Mención Poesía

Título: Desdeñando esperanzas

Autor: Oscar Rolleri

Contacto: rollerios@yahoo.com.ar

 

Desdeñando esperanzas
Tengo la esperanza de encontrar las palabras
soñadas para vos esta mañana
y olvidadas por la modorra entre las sábanas
cuando las luces y los bostezos del sol
anunciaban las primeras inquietudes del día
Espero hallarlas para no perder entre pelusas
tantos te quiero
las caricias repetidas en la noche
el aliento apenas apoyado en las almohadas
los aromas del amor
y el húmedo calor de los abrazos
Espero que aún estén ahí
para rescatar de las arrugas del olvido
las miradas de la mañana entre tazas de café
y las ternuras escondidas entre colores y metáforas
mientras el gato del amor
por prudencia aún se relamía en el tejado
Espero recoger con una escoba pequeña
y el ansia en el hueco de la mano
las frases que pintaron en apenas un susurro
el patio sombreado por el perfume del jazmín
la certeza inexplicable
de tus ojos seduciendo la curva de mi espalda
y el jardín donde susurran las hojas del otoño
Espero que aún estén bajo las sábanas
la silueta de tu ceñido traje gris
nuestras manos enlazadas como un puente
sobre la roja inmensidad de la mesa
el aroma crocante de los panes
los sabores sorpresivos y sutiles
y tu sonrisa tras el brillo del carmín en el cristal
Conmigo se quedaron las maderas de tu aroma
el gozo de tu risa
y una inacabable pasión 
que ahora reposa como el gato su siesta satisfecha
y desdeña la esperanza
en la certeza de encontrarte aquí cuando despierte